miércoles, 13 de enero de 2016

Wabi Sabi - Nada es permanente, nada es completo, nada es perfecto





Wabi Sabi
Nada es permanente, nada es completo, nada es perfecto





Gabi Romano


Hace poco me crucé con una noción oriental (otra más de entre las que afortunadamente me han ido “encontrando” a mí a lo largo del tiempo). Se trata de Wabi Sabi.

Como suele ocurrirme en todos estos casos, inmediatamente noté que no contaba con ninguna referencia en mi limitado mapita de ideas-representaciones que lograra siquiera arrimarme a los alrededores semánticos de ese concepto. En mi camino hacia develar este nuevo enigma oriental y motivada por ese inicial extravío des-orientante -resumible en un “qué-diablos-puede-querer-decir-esto”- fui encontrando una maravillosa serie de referencias sobre la idea de Wabi Sabi.

Wabi Sabi resume tres simples verdades sobre la existencia, verdades que, no por su simpleza, nos resultan del todo plenamente comprensibles ni mucho menos  rápidamente aceptables.


1-Nada es permanente
2-Nada es completo
3-Nada es perfecto


A primera vista, estos enunciados constituyen una tríada de verdades relativamente simples. 

Pero aún suponiendo que efectivamente estas tres aseveraciones sean verdaderas, no resulta nada fácil tolerar las consecuencias que implica aceptarlas: continuamos penando por el apego a aquello que se niega a permanecer, insistimos en armar completudes imposibles, y más de una vez tenemos una muy baja tolerancia a la frustración que nos produce toparnos con cualquiera de las muestras irrefutables en las que lo imperfecto se nos muestra con todo su impudoroso esplendor.

Nada permanece, ni es completo, ni es perfecto. Y aún así, a sabiendas de todo ello, la intensidad siempre nos espera por ahí, microscópicamente agazapada, para sorprendernos gratamente y dejarnos suspendidos por un instante entre la nostalgia, la belleza y la plenitud de lo indecible. Bienvenidos al universo Wabi Sabi...    







-La permanente impermanencia

Desde que el “Oscuro de Efeso”, allá por el lejano siglo VI a.C., observara que no hay ente que escape del devenir, ni del cambio y ni de la fluencia, pues no resulta ni nuevo ni sorprendente afirmar que nada permanece. Sin embargo, en la práctica, integrar esta idea en la vida cotidiana y en nuestras relaciones afectivas  no parece ser cosa sencilla. O acaso hay alguien que no haya sufrido por un amor finalmente desalado que en su momento fue percibido bajo el aura de lo mágicamente eterno? A cierta edad y pasadas ya algunas experiencias, damos por sentado que no es posible mantener la pasión en su pico más alto por mucho tiempo (de hecho, nuestros fantásticos neurotransmisores colapsarían si produjeran de manera continua dosis masivas de dopamina, norepinefrina o serotonina). Las pasiones, aún aquellas que deseamos sean inextinguibles, decaen. No podemos sostenernos por mucho tiempo en la cresta de la ola pasional, aún si así lo quisiéramos.

En otros planos de la vida las manifestaciones del decaimiento producido por la conjunción entre impermanencia, materia y tiempo tampoco es algo fácilmente negable. No sólo no hay “salud absoluta”, sino que indefectiblemente se va tropezando con los signos de la decadencia corporal, más tarde o más temprano. No importa cuan patéticamente desesperadas sean las ansias vanas de conservar la juventud, el esplendor que irradia una mirada a los veinte años irremediablemente se va perdiendo con el curso del tiempo... y no hay lifting ni botox ni hilos de oro que puedan devolver esa chispa de mocedad definitivamente extraviada entre las decenas de calendarios ya pasados. Admitimos que el estado físico “saludable” no es una constante, tanto como sabemos que la enfermedad y la muerte rondan por doquier. Sin embargo las formas de decadencia del cuerpo, la vejez, y la cesación de nuestra existencia o de la quienes nos rodean no son asuntos para los que estemos nunca demasiado bien “preparados”.

Del mismo modo, aunque en otro plano, los objetos tampoco permanecen. Sea el dinero que se suele ir más rápido de lo que viene, sea el lustre de aquel mueble de madera que alguna vez brilló y décadas más tarde va opacándose aunque nuestra percepción apenas lo note cotidianamente.   

Por lo tanto, si algo sabemos que permanece, es la impermanecia... independientemente de que podamos o no soportar en nosotros mismos y/o en lo/los que nos rodean los efectos de esta afirmación.







-Incompletudes varias  

De igual modo es innegable que nada está completo, ni lo estará ni lo estuvo jamás. Nuestras completudes suelen ser imaginarias, fantaseadas o anheladas, pero raramente ratificadas por lo fáctico.

Al respecto, recuerdo que Deleuze juega con una metáfora muy interesante y apropiada para revertir la negativizada idea de que lo incompleto es algo “poco deseable”. Imaginemos un tablero-rompecabezas de completamiento compuesto por figuras fragmentarias móviles de cuyo ensamble debería surgir una imagen finalmente completa. La clave de este tipo de puzzle es que, a fin de permitirnos el movimiento de las piezas, siempre debe quedar una casilla vacía… vacío e incompletud estructural que, justamente, es lo que permite que el resto de las piezas se muevan, hallen su lugar, cambien de posición y logre armarse la figura. Sin la casilla vacía, sin esa no-completud, sería inimaginable el movimiento en base al cual crear una forma posible. Todo muy bien hasta aquí, verdad? Pero, hace una década atrás nos preguntábamos en los seminarios sobre “Filosofía del Vacío” quién realmente soporta el vacío sin que esa casilla vacante le genere angustia? En la historia del pensamiento occidental, el vacío tuvo siempre mala prensa: fue asociado durante siglos con la ausencia, la ausencia asociada a su vez con la incompletud, y la incompletud subjetivamente ligada con la angustia. Hacia el siglo XVII hubo incluso una expresión que, en aquellos días, operaba como un principio dogmático en la ciencia y a través del cual se ratificaba ese pánico a “lo que nos falta”, a la nada. Me refiero a la noción de “horror vacui”.     

La incompletud no muestra reparos a la hora de morderle los talones a cualquier item de nuestra (interminable) lista de idealidades. Si tenemos una pareja, ni él ni ella han de ser completamente lo que anhelábamos; si conseguimos ese ansiado empleo que siempre quisimos, la imaginería ideal contrastará en no pocos aspectos con la realidad desidealizada del dia a día laboral; si tenemos hijos –aún siendo hijos deseados, queridos, amorosamente buscados- los devenires de las relaciones paterno-filiales se parecerán más a un camino sinuoso donde las afectividades combinaran momentos de inimaginable alegría junto con otros de tono emocional amargo, desencantado o frustrante.

Y es que los eventos más aufóricamente dichosos que hemos atravesado en la vida no son del orden de lo completo. En todo caso, si tenemos algo de suerte y enfocamos la cuestión con un tono existencial vitalista, sí serán del orden de lo intenso… pero eso es muy otra cosa. Allí donde la intensidad no requiere de completudes, la idealidad sí. No existe “ideal” que logra acercarse a su propia  realización debe a la fuerza dejar fuera de sí la completud maravillante que lo alimentaba mientras aún era parte de nuestras ensoñaciones. La ausencia, la casilla vacía, lo “que falta”, el vacío, la falla, todo ello es parte de la imposible completud. Lo real es incompleto. En compensación, la incompletud estructural nos obsequia un tornasolado abanico móvil de intensidades, intensidades que serán por siempre desconocidas para los idealistas practicantes del frío y petrificado culto a la idealidad.   







-Imperfecta-mente

Aunque nos repitamos como un mantra que nada es perfecto, nos comportamos con una pueril actitud semiimplacable con todo aquello –o aquellos- cuya imperfección se nos aparece frente a todos y cada uno de nuestros sentidos. Esto, comenzando por el esfuerzo sisífico que es medirnos a nosotros mismos con la inalcanzable vara de una perfección cuya búsqueda obsesiva puede resultar desde agotadora a enfermiza.

La búsqueda de la perfección como una asíntota que de antemano se nos presente como una sana aspiración (cuya realización total imposible no invalida en modo alguno el esfuerzo válido de trabajar sobre sí mismo para tender a una mejora continua de quienes vamos siendo) es algo bien diferente de la obcecada presión que puede imponer un ideal de perfección que logra mantener su ilusorio poder bajo la luz distorsionadora que proyecta aún cierta persistente idealización infantil. Idealizar es un proceso mental completamente lógico y esperable mientras somos infantes. Es de esperar que con el advenimiento de los años, nuestra racionalidad se afile y pula, y a través de ella nos despojemos de las caprichosas deformaciones idealistas a fin de transmutarlas en aspiraciones con sustento en lo real. Sin embargo, este proceso pareciera no producirse en la mayoría de los adultos, quedando de esta manera anclados a imágenes perfectas elevadas a la categoría de “mitos personales” que, de poder ser sometidas a un reflexivo análisis racional, se derretirían como las alas de Ícaro… y caerían a la dura realidad sin piedades mediadoras. 

Somos mejorables, por ser imperfectos.
Somos un work in progress porque no estamos finalizados.
Somos una potencialidad realizable porque nuestra identidad es pasible de ser enriquecida, nutrida, expandida.
Somos elevables porque no nacemos como seres consumados.
Somos aspirantes a una excelencia en nuestras obras y acciones porque hay infinitas vetas de nuestra individualidad que requieren pulido, trabajo, esfuerzo, desarrollo, superación, .
Somos resilientemente reparables porque podemos hacer del daño, el dolor, la adversidad, la equivocación, una oportunidad para la virtud del saber aprender.
Somos la posibilidad de un esplendor transitorio porque podemos arrojar luz hasta hacer arder nuestras oscuridades, hasta ser los fénixes renacidos de las cenizas en las cuales sepultar nuestras más neuróticas penumbras.
En suma, somos todo lo anterior por obra y gracia de nuestras benditas imperfecciones. 






-Wabi Sabi, una microestética de vida

Wabi Sabi es el modo profundo a través del cual se manifiesta, no sólo el saber veritatitivo de estas tres afirmaciones que acabamos de exponer, sino también una forma sensible de aceptarlas, apreciarlas, experimentarlas, habitarlas. 

Se trata de una estética de vida. Un sensible y apacible estado de la mente que podemos alcanzar no sólo con el pre-requisito de aceptar estas tres básicas verdades, sino apreciando ocasionalmente ciertos minúsculos instantes. Quien entra (o cae) en estado de Wabi Sabi  redimensiona corpúsculos de la realidad: lo que para otros es irrelevante, no-visible, insignificante se vuelve microscópica belleza conmovedora.

La experiencia de Wabi Sabi es una experiencia en slow motion.

La  mentecuerpo deja de estar disociada, y de ese modo, lo que vemos es re-visto en su apariencia y más allá de esta.

Se dice que el estado en que nos sumimos bajo la belleza del Wabi Sabi es imposible de ser explicado o verbalizado. ¿Quién puede “decir-hablar-relatar” lo que ha vivenciado al tocar con la yema de los dedos las páginas de un viejo diario personal escrito por una abuela amadísima cuya existencia acaba de apagarse? ¿Quién puede describir con precisión lo que ha sentido en ese instante sublime en que ha sido testigo visual involuntario de la caída de la última hoja seca de aquel árbol bajo el cual la infancia propia alguna se escurrió mansamente? ¿Quién puede usar signos linguísticos para poner en palabras la última mirada con la que “dialogamos” -sin pronunciar un solo sonido- con ese ser que hoy ya no continua en este espacio-tiempo en el que nosotros aún pervivimos?

Wabi Sabi es una sensación provocada por la súbita percepción de un fragmento, de una pequeñez, de una insignificancia que cobra una relevancia inesperada.

Y es más que eso. Entregarse a esa sensación presupone haber internalizado la relevancia vital de aquellas tres verdades con las comenzamos este post. Pero asimismo, se trata de algo que escapa a la mera adquisición de esos saberes, se trata de algo que excede el límite de la mente para comprometer todo nuestro extenso aparato sensible. Esas tres verdades incorporadas desde el punto de vista lógico-racional, se vuelven vivencia sensorial. Enclaje entre saberes, sentires, memorias, emocionalidad. Desantinomización de superficie y profundidad, de neuronas y epidermis, de pensamiento y sensación.

Wabi Sabi es saber-sentir, pensar-experimentar sin que haya una división entre ese saber y ese sensación, entre ese razonar y su concomitante experiencia sensible donde el razonamiento se ratifica y amplifica.







-La memoria de un vestigio (o los vestigios de la memoria)


En la estética Wabi Sabi cada pequeña cosa cuenta, cada microscópica presencia se torna flujo de memorias entre nostálgicas y apaciguantes. Un diminuto detalle aparentemente insignificante estalla con una calma tal que nos atrapa y nos mece.

En un universo atestado de infinitos perceptos a los cuales jamás podríamos “atender” en forma total, de pronto algo se recorta y toma relieve, una cosilla se desmarca transformándose en una especie de molécula de agua a través de la cual vemos en aumento lo que nadie (ni siquiera nosotros mismos en otro estado) podría ver. No se trata de un fenómeno alucinatorio ni de un efecto de deformación de lo real, sino todo lo contrario: de lo que se trata es de un detenimiento infrecuente que nos deja prendidos como una abrojo humano de un detallito absurdo, de una nadeidad que usualmente habríamos pasado por alto. Esa astilla de realidad es hiperrealista, de hecho. Y producto de esa percepción fugaz y atomizada de algo (el percepto puede ser un sonido, un olor, la esquirla parcial de una imagen, etc.) entramos por unos instantes brevísimos en un mundo minimalista que nos abre la ocasión para rememorar y sentir.

En estado de Wabi Sabi quedamos como “colgados” de una nimiedad, incapaces de explicar con exactitud todo lo que se mueve internamente en tan poco tiempo y por tan fugaz estímulo.

Esa ráfaga tan inesperada como inaprensible de un perfume, esa nota musicial perdida de su pentagrama, ese pedacito ínfimo cuya fracción anuncia un objeto que jamás veremos por completo, todo ello opera como un transporte: nos lleva “hacia adentro” y “hacia atrás”, pero también nos asoma a un intuitivo “hacia delante” y “hacia afuera”. Se trata de algo que con una deliciosa nostalgia sin palabras nos devuelve al aula de nuestra escuela, o a la cocina de la abuela, o a las ásperas manos tan seguras como protectivas de nuestro padre, o al primer libro de cuentos que la voz de nuestra madre nos hubo leído, o a los besos de un amante inolvidable, o a la risa de aquella amiga cómplice de correrías juveniles. Lo que gatilla el Wabi Sabi es algo mínimo que, sin embargo, maximiza nuestra conexión con lo rememorativo. Es algo frágil incluso, escaso, exiguo y no por ello menos fuerte, embargador, pleno.







-Fugacidades en el ciclo de la vida y la muerte 

Puede ser la forma curiosa de un rústico trozo de madera, un pétalo que se ha escapado perdidamente de su corola, la delicada transparencia del papel de arroz, el murmullo de un modesto e ignoto arroyo cercano a la montaña, la breve presencia aérea del sonido de una guitarra que suena quien sabe dónde, un color imposible de ser humanamente concebido pintando súbitamente el cielo de una tarde cualquiera, la armonía de una lluvia viajando sencillamente por el vidrio de una ventana. Todas éstas son expresiones de pequeña belleza transitoria que pacientemente aguardan a que nuestros atareados sentidos las descubran pese a su inherente fugacidad y su frágil finura.  
    
El Wabi Sabi combina la atención al fragmento impermanente y sencillo con la intimidad insondable de nuestros laberintos de memorias. Y esa combinación se produce, no de un modo entristecedor, sino calmo y sereno, haciendonos converger en el mismo proceso existencial donde el fragmento va fluyendo hasta, incluso, desaparecer. La gota de lluvia no caerá de nuevo, el aroma no estará en el aire un minuto más tarde, el pájaro aquel que ni siquiera alcanzamos a ver no volverá a cantar en ese instante preciso en que quedamos conmovidos por la repentina armonía de su melodía. Nada de esto volverá a pasar, y nosotros no podremos replicar esa bella turbación sensible pues, por definición, nos movemos en un mundo heracliteano donde ni las aguas del río son las mismas, ni los que nos bañamos en ellos tampoco. Todas y cada una de estas fugacidades se inscriben dentro de la circularidad propia de los procesos de la vida y la muerte. De allí que la experiencia Wabi Sabi  no sea apenas una vivencia sobre la fragmentariedad sino más bien una experimentación temporalmente opuesta a la duración que, sin embargo, nos remite indefectiblmente a los ciclos vitales, a lo que es y está pero dejará dejará en algún momento de ser y estar.

En Wabi Sabi se conjuga lo que aquí y ahora certeramente vibra con lo que perderá su pulso en el porvenir inmediato, desapareciendo. De allí que la sensación de Wabi Sabi tenga un dejo de nostalgia, o incluso pueda dejarnos ocasionalmente con una serena minimelancolía. La película “Belleza Americana” (American Beauty) retrata un perfecto momento Wabi Sabi en la anodina filmación casera que realiza uno de sus protagonistas de una insignificante bolsa de plástico moviéndose en y con el viento. La expresión del protagonista y de la joven a quien muestra el anodino video ilustran de manera impecable un estado de Wabi Sabi.

Los fragmentos nimios de los que transitoriamente a veces nos quedamos prendidos pueden metaforizar la intensidad de la expansión pero no menos su reverso contráctil. Una microporción de lo real puede ponernos en contacto involuntariamente con la plenitud de lo inabarcable a través del prisma de cualquiera de sus diminutísimas partículas. Una gajo sensorial desprendido al azar de quién sabe donde nos recuerda la impetuosa velocidad de crecer junto a la lentitud desacelerante de lo que va pereciendo. Una fracción de materia nos pone frente a la fascinante cualidad creativa de lo habiente, y a su no menos maravilloso retorno descompositivo que la conducirá a terminar siendo una mota de polvo en el espacio. Un grano de sal nos cuenta sin palabras no sólo sobre la profunda fuerza incansable del océano, sino también sobre la liviandad de la espuma cuyo destino final es invisibilizarse en la orilla. Ciclos y más ciclos en donde el retorno, la creación, el origen y el final giran unos trás otros sin mucho más propósito que el de extasiarnos a aquellos que, locamente, gustamos de atravesarlos con los ojos a veces encandiladamente abiertos, inquietos, interrogantes… y otras serenamente entrecerrados, apaciguados, reservados.       







-Historia de dos palabras

Originalmente, la palabra “Wabi” aludía a la idea poética de la tristeza y desasosiego que acompañan a aquellos que deciden vivir en una soledad vigorosamente introspectiva y para ello resuelven efectuar un transitorio “retornar a la naturaleza”. Es necesario resaltar que se trataba de una noción que refiere a una soledad autolegida, completamente voluntaria, similar a la que Nietzsche describe en su Zaratustra resuelto a vivir en el aislamiento de la montaña, o a la que efectivamente llevó adelante Henry David Thoreau en el bosque cercano a Walden Pond, rehusándose a comparecer ante los parámetros sociales mansamente aceptados: “Fui a los bosques porque quería vivir deliberadamente, enfrentar solo los hechos esenciales de la vida, y ver si no podía aprender lo que ella tenia que enseñar, no sea que cuando estuviera por morir descubriera que no había vivido.”

Definitivamente Thoreau fue un Wabi person: alguien que “es quien es”, que vive acorde y armónicamente consigo mismo es un individuo Wabi.
Alquien que no se encuentra autoresentidamente insatisfecho consigo mismo, es un individuo Wabi.
Alguien que sabe y puede vivir en paz con no demasiado, sin quejarse victimizadamente de su destino, sin culpar a otros de su sino, alguien que sabe dar lo mejor de sí en medio de la circunstancia que le toque ir viviendo, es un individuo Wabi.
Alguien que aprende a manejar lo antes y mejor posible cualquiera de sus “desbordes” sin ser controlado ni por la ira, ni por enojo, ni por el ansia de poder, ni por la frustración, haciendo un esfuerzo interno por apaciguar estas desagradables muestras de exceso, ése que trabaja duramente para ser mejor y dar o mejor de sí mismo cada vez y en cada circunstancia, libre de lo que Spinoza llamaría “pasiones descompositivas”, es un individuo Wabi.

En virtud de lo anterior es que existió una antigua y natural conexión entre la filosofía samurai y los estados de Wabi Sabi (conexión que no exploraremos en este post pero que esperamos poder indagar a futuro).   

Etimológicamente, Wabi  significaba asimismo "frío", también "delgado", “desolado” y/o "marchitado". Sin embargo, la raíz “wa” viene al rescate de estas significaciones sombrías dado que aquélla refiere a la idea de “armonía”, “paz”, “tranquilidad”, “equilibrio”. Cuanto más atrás vamos en el tiempo, mayores son las connotaciones negativas (habrá que esperar hasta el siglo XIII y el XVI para ver variaciones significativas en eéste término). En efecto, “Wabi  solía ser aplicado en forma peyorativa dada esa asociación primigenia con la falta de alegría, la sensación de desolación y lo que está en proceso de transformarse en marchito. Paralelamente se le añade a este significado originario una cierta crítica velada al mal gusto de quienes practicaban en aquellos tiempos la ostentación como vidriera de su vulgaridad, de allí que antiguamente se encuentre reforzado el nexo de la palabra Wabi con los que poseen poco y llevan una vida sencilla. Wabi fue así desplazándose lentamente hacia cualidades que el budismo considera positivas pues aluden al desprendimiento de la ilusión material y al desapego de lo terreno.

Por su parte, “Sabi”, también es una expresión cuyas connotaciones han ido variando a lo largo de los siglos. Literalmente su significado podría traducirse como “el florecer del tiempo”. Desde este punto de vista “Sabi” refiere a la forma en que todo ente natural se desarrolla, alcanza un esplendor, comienza a atravesar etapas en las que “pierde su chispa”, se desluce. Sea encanecer o enmohecerse, todo lo viviente va perdiendo brillo con el paso del tiempo. La belleza y su breve momento de florecimiento, es ineluctablemente algo fugaz.  “Sabi” irá así siendo asociada a “envejecer”, abriendo un acercamiento semántico con los procesos inherentes al final natural de todo ciclo vital. Hacia el siglo XIII “Sabi” evocará, asociativamente, una forma particular de placer hallable en las cosas que van poniéndose viejas, que van perdiendo lozanía, que van difuminando su color, se “oxidan”. Aplicada a los objetos, la palabra “Sabi” se usará, sin embargo, para referirse a aquellas cosas que con los años cobran atractivo, no pierden su elegancia, y ganan en dignidad o valor. Un detalle interesante es que algo “Sabi no puede ser adquirido a través de una compra. Se trata más bien de una especie de “regalo” –simple y modesto, pero peculiarmente bello- que el tiempo nos ofrece como efecto testimonial de su paso.         

De este modo, los objetos Wabi Sabi son bañados por el aura de una sutil nostalgia, del mismo modo en que pueden ser cosas que en su proceso de construcción o elaboración resultaron singularmente imperfectas o incompletas, dotando a tal objeto de una gracia inimitable. El desgaste o los efectos de los arreglos que se efectúan con el fin de reparar piezas rotas pueden bien destinar a esa misma pieza a ser un potencial Wabi Sabi. Y nuevamente retornamos a nuestro inicio: un objeto Wabi Sabi es serenamente apreciado y apreciable no por su perfección, no por su completud lozana, no por su imperturbabilidad ante al paso del tiempo. Justamente se le apreciará por todo lo contrario: por sus cualidades imperfectas, por sus inimitables fallas de origen, por las marcas insutiles que la edad le imprima, por la impermanencia que se hace evidente ante la posibilidad de su rotura parcial o total, por su constancia en recordanos que cosas y seres existen, y como parte indiscernible de esa existencia, alguna vez dejarán de existir.






-Individualismo Wabi Sabi

En japonés, Wabibito es el nombre que se le da a la persona Wabi Sabi. Wabibito es el individuo que experimenta el Wabi Sabi.

Recordemos que, en concordancia con lo que representa, la experiencia Wabi Sabi es rotundamente intransferible, es única e irrepetible. Por ende, jamás puede hablarse de masa, grupo, colectivo, manada y/o muchedumbre cuando se trata de Wabi Sabi. El Wabi Sabi es siempre y estrictamente algo propio de un individuo.    

Wabibito es un término que abarca no sólo a quien vivencia Wabi Sabi, sino que se lo emplea como expresión para definir a todo aquel que puede vivir bien. Y “bien”, en este contexto, debe ser entendido como un estilo de vida prevalentemente sereno, con un balance existencial en el que la apacibilidad es siempre mayor que la desdichas propias de la desmesura flemática. Ser capaz de un buen vivir, implica aquí haberse apartado todo cuanto más se pueda de la deformada y enfermiza actitud de alimentar resentimientos u odios. Bien, indica asimismo que ese individuo no alberga pasiones vengativas, ni anda rumiando iras, ni desparrama quejumbrosas lamentaciones sobre su existencia. Y si cualquiera de estas humanas –…demasiado humanas- inclinaciones le acaecieran, trata de inmediatamente apartarse de las representaciones con que aquéllas vienen asociadas, poniéndoles un coto inmediato que les impida crecer y provocarle mortificaciones de cualquier índole. En este sentido, un individuo Wabibito sigue de alguna forma los sanos preceptos del antiguo estoicismo greco-romano, sin saberlo. De allí que un Wabibito aprecie y cultive la tranquilitas animae (tranquilidad del alma) por encima de cualquier forma de intemperancia que lo aqueje o lo amenace alterar.

No es de extrañar, que el individuo Wabibito se las arregla para vivir con poco, sin necesitar demasiado. No se trata de la moderna condena al consumo ni al bienestar. Se trata de un asunto más antiguo y de tipo ético: saber dónde parar, dónde decir basta, hasta dónde vale la pena ambicionar, saber como administrar lo que se tiene (cuando se tiene) y administrar lo mejor que se pueda igualmente la escasez (cuando no se tiene). Es más un ejercicio de atención moral en la que uno es llamado a cuidar de sí mismo evitando los problemas propios de cualquier exceso. El punto aquí es la demasía como exceso, o el exceso como signo de desborde antiético capaz de atentar contra la tan apreciada y antemencionada tranquilitas. Pues si el exceso de quien ambiciona más de la cuenta hace que el sosiego se pierda, entonces es conveniente revisar donde habría que detener la ambición. Insistamos en que el asunto aquí no es que  ambicionar sea inapropiado ni algo malo en sí mismo, sino que es preciso estar alerta respecto del riesgo de excederse y extraviar la serenidad en esa desmesura.  






-Lejos de la obscenidad del poder

Algunos autores han asociado –erróneamente- el Wabi Sabi al mito buenista de la “sana pobreza”. Pues no se trata de venerar la pobreza sino más bien de administrar adecuadamente lo que se tiene. El Wabi Sabi trata de remover de nuestras valoraciones el terrible peso que impone la adquisición febril de objetos, pero no porque consumir sea tampoco inherentemente “malo” ni porque los objetos producidos tampoco lo sean. Muy por el contrario, algunos de estos objetos nos permiten simplificar nuestras cotidianas pesadumbres… yo sin ir más lejos, jamás podría estar dedicada durante el tiempo que me insume escribir este artículo si un tecnológico objeto llamado “lavarropas” no estuviera lavando la ropa por mí, o sin un horno que esté cocinando la comida por mí, o sin un trozo de queso que iré a comer en un rato sin necesidad de tener que ir al río a lavar, al bosque a juntar leña para calentar alimentos, u ocuparme de una vaca de la que obtener los lácteos y derivados que consumo. Ergo, la tecnología y los logros civilizatorios, lejos de ser demonizados, han de ser apreciados como cómplices necesarios para liberar energías que podemos destinar a otras acciones más plácidas, más gratificantes, más elevadas.

El punto de la sencillez y la simpleza alude a evitar (o al menos no caer en la trampa) de que los objetos de consumo pueden transformarse en una meta en sí misma, pues una existencia completamente focalizada en consumir difícilmente pueda evitar terminar consumiéndose a sí misma, conduciendo así a una frenética desmesura.

De lo que sí se trata es de manejarse éticamente respecto de la riqueza, sobre todo cuando ésta se vuelve obscena acumulación indecente de dinero, o cuando es evidente que estamos frente a una adquisición de bienes mal habidos. Sea en el antiquísimo Japón del siglo XV con sus señores feudales omnipotentes, o en nuestros países actuales infectados de una casta política parásita y desvergonzadamente corrupta, la problemática del ciudadano común era similar: cómo preservar la libertad individual del control de los burócratas, cómo trabajar y ganarse el pan con dignidad sin que una banda de mafiosos en control del aparato gubernamental le exijan pagar tributos (tributos que lejos de llegar a ser un aporte colectivo para paliar las necesidades de los que menos poseen terminan en los bolsillos de los funcionarios), cómo vivir en paz sin la prepotencia del poder respirándole en la nuca.

En Oriente, la respuesta a ello fue la actitud del individuo Wabi Sabi: simpleza, vida solitaria, austeridad, actitud contemplativa, alejamiento de toda fuente de poder central. La vanalidad patética de los poderosos -cuyo patrimonio era directamente proporcional al mal gusto inelegante con que ostentaban sus riquezasde tramposa procedencia- fue una crítica política tácita propia de los esos estoicos orientales que fueron los Wabibitos.   







-Cuida tus bienes, sé agradecido

La actitud Wabi Sabi hacia los bienes o los objetos, hacia el trabajo, o hacia los vínculos y relaciones que traman nuestra cotidianeidad podria sintetizarse en cuidar, valorar y agradecer lo que se tiene. Cuidar lo que hay, sea escaso, poco o justo; siempre apreciar a aquellos que –habiéndolo así decidido voluntariamente- nos rodean en nuestra vida; y ser generosamente agradecido por lo que vamos pudiendo lograr.

Dado que nuestro tiempo vital es escaso, limitado -e incluso a veces trágicamente breve- es saludable propiciar momentos en los que detenerse. Bajar un cambio en la velocidad. No es necesario volver a las cuevas prehistóricas, ni caer en la la estupidez del protagonista de “Into The Wild” (me disculparán aquellos que han gustado de la historia o de la película). No. Se trata de ser sabio, no un rebelde que comete tantas imbecilidades que finalmente como conscuencia termina con aquello que “decía” más amar: su propia vida! Aunque por supuesto, nadie debe impedirle cometer a nadie cuanta imbecilidad se le cruce por la cabeza, en tanto y en cuanto no atente contra los derechos del resto de los individuos.

La perspectiva que abre Wabi Sabi obliga a revisar nuestra existencia como principales y únicos administradores del (más escaso) bien, que es nuestra irrepetible existencia. 

Una existencia desperdiciada, malograda, quejumbrosa, agresivamente voraz de poder, sub-realizada, enfermiza, fanatizada bajo cualquier forma de colectivismo rebañizante es un insulto a la maravillante posibilidad que tenemos de estar, aquí y ahora, vivos.

Por eso mismo una vida extraviada en el mareo de los excesos es, así, una existencia mal administrada. No importa que esos excesos se llamen borrachera, fanatismo religioso o politico, estupidez ideológica colectiva, workaholism, vagancia crónica, o el irrefrenable deseo de complicarse la vida complicándosela malignamente a los demás. Todos esos son modos de expresión del exceso. Y en la medida en que cualquiera de ellos nos aleja de una inteligente y mesurada administración de nuestro frágiles y limitados recursos vitalistas, es sencillamente, una reverenda cagada para sí mismo y para los otros.   







-¿Conectividad solitaria?

En estado de Wabi Sabi, nos descolectivizamos. Somos más individuos que nunca… y sin embargo estamos en una intensa conexión con la existencia. Lo cual, por otra parte demuestra una vez más, que el respeto que debemos tenernos como individuos únicos y singulares, lejos de aislarnos atómicamente, nos lleva a conectarnos con nuestro entorno de una manera más profunda y significativa.

Sin embargo, desde ya, el factor “soledad” aparece en estado de Wabi Sabi claramente.

Es preciso en este punto aclarar que se trata aquí de una soledad que se aparta transitoriamente del vértigo de las superficies para re-conectar a ese particular sí mismo con la cadena de nimiedades con que su irrepetible existencia fue configurándose. Y en ese encadenamiento, lejos de estar temerosamente solo, se reencuentra a través de una soledad rememorativa con seres, cosas, sensibilidades que lo devuelven a su silente mnemo-biografía.

El Wabi Sabi es una especie de ancla que, no por solitaria, es menos crucial para darnos un punto de referencia desde el cual saber dónde estamos, quienes vamos siendo, y cómo “fuimos siendo” hasta llegar a nuestro laberíntico hoy.

El querido y bien recordado Thomas Szasz decía que el aburrimiento es la sensación de que todo es una pérdida de tiempo mientras que, por el contrario, en estado de serenidad, nada lo es. Siendo así, disponernos a las experiencias de Wabi Sabi como quien se entrega a un extraordinario modo de conjugar serenidad, conectividad es una inteligente sensación de entrelazamiento con pedacitos de micromundos que enhebramos de un modo íntimo, personal, y estéticamente sabio.

En Wabi Sabi la mente es cuerpo y el cuerpo es mente, y en esa indiscernible sociedad limitada por las reglas del tiempo y el espacio, tales reglas se sobrepasan, permitiéndonos aceptar con plenitud los confines personales de esta finita existencia que llevamos adelante junto con la infinita eternidad de sabernos parte de un universo insondable.




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