martes, 28 de mayo de 2013

El alto precio de la lucidez





El alto precio de la lucidez



Gabi Romano





“La lucidez: martirio permanente,
inimaginable proeza.”

Emil Michel Cioran


Pocas cosas parecen haber superado mágicamente la velocidad de la luz. La rapidez con que circulan y se reciclan las ficciones a nuestro alrededor es uno de esos fenómenos que, de tan constante y vertigonoso, apenas si lo percibimos como tal. Nos hallamos, literalmente, suspendidos. Flotantes en un maremagnum de irrealidades, falsas razones, ilusionismos narcotizantes. A excepción de las invensiones tecnológicas y algunos prometedores avances científicos, en el resto de los territorios que hacen a la vida social, política, artística o cultural no hemos logrado dar ningún paso significativo hacia delante desde hace largo tiempo. El siglo XXI parece entregado, hasta ahora, a una larga siesta sin interrupciones conmocionantes.   

Lógicamente, en el espacio ingrávido, no hay ningún “hacia adelante” al que dirigirse con certidumbre… hemos perdido definitivamente la vocación de grandeza?




La fiebre replicadora


Si las ficciones se reproducen como piojos en la cabeza de un infante, esta velocidad de gestación de simulacros es inversamente proporcional a la inmovilidad fúnebre en que parece haber caído la ambición de transformar lo social con las armas de la novedad, desde la radicalidad creativa, haciéndose lo que nunca se ha hecho. Ni siquiera en campos históricamente revoltosos como suele ser el de la filosofía ha surgido nada seriamente subvertidor del (des)orden dado. Después de los martillazos de Nietzsche, nada. O casi nada, que es prácticamente lo mismo. 

Colabora activamente en este diagnóstico la capacidad maquinal del poder para multiplicar las ficcionalidades, erosionando con ello el valor que posee todo intento firme de acercamiento a la verdad. Las corrientes interpretacionistas y la hipervalidez no discutible en la que nadan hoy en día los intelectuales relativistas, han entronizado a la opinión variopinta como el nuevo ídolo al que debe presentarse respetos. Poco importa que las opiniones de la mayoría de estos pajarracos en proceso de semiextinción sean imbecilidades refritadas en las mismas viejas y conocidas sartenes de los prejuicios. Hoy los sumos sacerdotes comunicacionales del todo vale son quienes someterán a duras pruebas caldarias en el patíbulo de las superficialidades al que tome coraje y les arroje en la cara el incordiante guante de la verdad. Paradójicamente, esos mismos cancerberos del espectáculo de la degradación exigirán que se rinda tributo al mentidor profesional. Una vez vez, Sócrates contra los sofistas reloaded. En este contexto, la lucidez es un accidente racional y una claridad sensible incómoda para los adoradores de ficciones.

Pero el asunto no queda en el plano de la comunicación masiva ni de las religiones políticas y sus guardianes del sinsentido. Estos planos simplemente son un reflejo de una tragedia más profunda que es el vaciamiento de la subjetividad, que ha dejado reducida a ésta a piezas encastrables de una comunidad de clones subconjuntamente tribalizados, pero que enfáticamente dicen no ser tales.

La individualidad que busca afirmarse más allá de los berridos del rebaño es severamente acusada de egoísmo, contrariando con su sola presencia distintiva en el tablero social, el indiscutible “Bien Común”. Distinguirse es saber de antemano que se ha tomado el camino más largo, el más empinado, el más cuestionado, y por momentos, el más peligroso. 

El colectivismo ha llegado a tal paroxismo que, incluso, se ha creado un espejismo invertido: muchos llegan a decir que estamos viviendo en el más feroz individualismo cuando lo que justamente pisoteamos a diario es el enorme potencial y riqueza de la individualidad solar. Nuevamente, la lucidez autoafirmada parece ser una excusa más para justificar el castigo social de los hipócritas que siempre han tirado la piedra contra cualquier modalidad de existencia que intente vivir libre de coacciones e imposiciones. Y son esos mismos hipócritas los que, como no podría ser de otro modo, avalan y glorifican místicamente que el poder siempre meta su mano en el bolsillo ajeno.   

Apurados por repetir y repetirse. Apresurados por imponer una moral que no practican. Corriendo detrás de algún nuevo tótem bajo el que fanatizarse. Ansiosos por ejemplificarse como dueños del Bien y sancionadores del Mal. Así, de salto en salto, de copyright en copyright se deforma día tras día el jorobado servil, temeroso crónico de la lucidez ajena.




La múltiples velocidades tóxicas


La servidumbre desconoce el destino real al que será conducida por haber delegado el diseño de su devenir en otro, y sin embargo, no hay tiempo que perder. No hay que hacerle el juego a la demora en ese ir hacia no-se-sabe-donde. La inconducencia tampoco gusta de las esperas.

En efecto, “esperar” ha dejado de ser un verbo alusivo a la cualidad del que sabe aguardar, para pasar a ser una nueva enfermedad alérgica cuya etiología desconocida poco importa pero la mayoría insiste en combatir con el cronómetro en mano. Por otro lado, en el reverso de los apurones ansiógenos, tenemos a los cultores del slow motion. Éstos terminan siendo una caricatura de contraste, que finalmente lo único que terminan justificando es la portación de una fisiología de bajo metabolismo enmascarada de “estilo de vida”. La lentitud no es una virtud per se, del mismo modo que no lo es la velocidad. Los que elogian la lentitud no hacen más que exasperar los ánimos de los intrépidos, de los decididos, de los hacedores. Y en idéntica medida pero en dirección contraria, los que elogian la rapidez no hacen más que sumar rechazos por parte de los que legitiman los supuestos valores de la parsimonia apática, sobre todo cuando ésta deriva en una cierta tendencia a la pereza holgazana. El “justo medio” que recomendaba Aristóteles ha caído en desuso, demasiado antiguo, demasiado civilizado. Parece que no hay nada mejor que los extremos para asegurar la emocionalidad exacerbada, ese motor infalible de la decadencia social y del divisionismo estéril.  

A la compulsividad por “hacer lo que sea” hay que oponerle otro atajo contrastante al que nos hemos habituado con preocupante naturalidad: la intermediación tóxica.

Tóxica es la televisión con su cadena interminable -y a toda hora disponible- de banalidades intensificadas. Tóxicas son las distorsionadas representaciones mentales que intermedian “educativamente” para hacernos creer que entendemos los fenómenos que nos rodean, cuando en verdad lo único que hace el ciudadano promedio durante toda su vida es malcomprender la realidad por haberse habituado a usar lentes de razonamiento empañadas por cerradas ideologías abrumadas por la niebla del resentimiento. Tóxicas son todas las malditas falsas creencias que anidamos en nuestra sentimentalidad –y a las que no renunciamos porque sin ellas nuestra debilidad quedaría espantosamente expuesta como tal- que nos permiten autoconsolarnos cuando la existencia nos pone en jaque aunque a cambio de ese alivio espiritual terminemos dando soporte a edificios coercitivos milenarios. Tóxicas son las épicas imaginarias masivas en las que encuentran un templo colectivo donde arrodillar su idolatría los necesitados de morales dicotómicas en su incapacidad por forjar una ética individual sin dioses políticos terrenales, sin pseudosantos, sin monumentales tótemes de ninguna clase. Tóxicas son todas las desmesuras de sustancias que ingresan a un cuerpo impidiendo el soberano gobierno de sí, amenazando con transitorias (o peligrosamente metabolizadas) dependencias en las que la ilusión de libertad termina siendo una trágica farsa negacionista. Tóxicas son nuestras multiformes esclavitudes naturalizadas, las que adquirimos por obra y gracia de la propia estupidez irreflexiva, o las que nos acontecen por causa de tristes inseguridades repetitivas. Tóxico es lo que nos envenena, mental o físicamente con nuestro consentimeinto o sin él. Tóxicos son los consumos irreflexivos de imágenes cuya idealidad no hace otra cosa más que hundirnos en la frustración, haciéndonos olvidar de nuestra humana imperfección y volcando contra ella todo nuestro arsenal anticompasivo. Tóxico es, igualmente, alardear de las imperfecciones que podríamos escalonadamente mejorar justificando así nuestra desidia bajo el negligente lema de “acéptate como eres”, mote que infradotadamente nos vuelve incapaces de superarnos por nuestros propios medios respecto de aquello que sí es susceptible de ser mejorado. Tóxico es internalizar la envidia en vez de direccionar la propia potencia en competir siempre primeramente contra los límites de uno mismo. Tóxico es el robo de ideas originales en vez de trabajar arduamente en plasmar una invención creativa, en dejar una marca indeleble en un área en la que seamos particularmente habilidosos. Tóxico es suponer que la administración personal de nuestra libertad excluye la responsabilidad plena respecto de las consecuencias de nuestras prácticas porque el determinismo así lo dictamina. Tóxico es creer que educarse significa obtener buenos logros escolares, que aprender es aprobar exámenes recitativamente preocupados por no disonar jamás con la armonía que impone el pentagrama docente, que el estudio se limita a acumular adaptativamente más y más libretos de ideas iteradas con que nos sentimos a gusto sin advertir en ello una muy rudimentaria forma de masturbación intelectual. Tóxica es la comodidad del que disimula su inutilidad para romper horizontes tras la excusa del bienestar que extrae de su pequeño y mezquino esquemita de hábitos cotidianos alienantes. Tóxica es la jactancia diseminada de aquellos que se llaman a sí mismos “libres” moviendo sus alas recortadas dentro de su jaulita de rutinas esquemáticas. Tóxicos son esos reales conservadores que viven alimentándose de constancias y repeticiones mientras lamen posters de revolucionarios dinamiteros del “orden social”. Tóxico es gozar al ser aplastado por la escenografía iconográfica de los propios artificios discursivos. 

Tóxico es que las vidas hayan dejado de ser verdaderas para pasar a ser inauténticas farsas cargadas de contrasentidos inauditos.   

Tóxico es no advertir que las toxinas infinitas que intoxican al intoxicado lo hacen, por lo general, con el beneplácito toxicológico de éste.       




El efectivo marketing de la antilucidez


Lógicamente cada quien puede intoxicarse con lo que guste: el mercado de intermediaciones que ficticiamente nos hacen creer que sin ellas la vida sería insoportable en sus plenos desafíos, sus barrancas, sus abismos, sus incertezas, siempre se renueva con productos materiales/simbólicos mejorados, empeorados o remarketingzados. 

Libros placebos. 
Medicación placeba. 
Trabajo placebo. 
Música placeba. 
Ritos placebos. 
Tecnología placeba.
Entreteniemiento placebo. 
La nuestra es la era placebizada.

El marketing de la antilucidez es, por lejos, extendidamente eficaz.

¿Necesita usted de una épica colectiva imaginaria en la que esconder su verdadera e insoportable condición de perfecto mediocre acabado, su real condición de impotente incapaz de aventurarse plenamente en un heroísmo real en su vida personal? Pase y consulte el programa de estafas de nuestro gobierno! Nuestro catálogo se encuentra especialmente diseñado para que usted, sí usted, nuestro querido sentimental apólogo del fracaso, se sienta entre nosotros como en su casa… pase, vea, compre, vote! Nuestra gesta nacional y popular no defraudará su ansia de entregarse a ortopedias gratificadoras que le harán olvidarse durante unos años de las deformidades de su triste mundo micropolítico! Aproveche nuestra oferta especial en este mes electoral: llévese a mitad de su costo un set de promesas incumplibles de regalo! Y si llama en los próximos minutos, va sin cargo un libro de relatos de fantasía política infantil para relatarles a sus ingenuos nietos dentro de un tiempo -y recrear ante las generaciones venideras- su heroísmo de espantapájaros apoyando a nuestra causa!

¿Acaso no precisa usted renovar la bruma apaciguante bajo la cual descansar del duro desasosiego de estar vivo sin ser capaz de autocrearse una finalidad proyectiva a su existencia? Pase a nuestro sector especial, quítese los zapatos, aflójese la corbata, relaje su vejiga, póngase cómodo, en unos instantes una de nuestras empleadas públicas le resolverá sus problemas explicándole las bondades de nuestro último combo de fabulosas leyes y fantásticas cargas impositivas, siéntese, relaje el entrecejo… y fúmese la realidad!

¿Desea nuevos deseos? ¿Desea desear? ¿Siente que es preciso un poco de vértigo en la chatura de su gris devenir hacia la nada? ¿El psicoanalista le ha resultado menos eficaz que un chaman precolombino? ¿La neurosis lo acecha? ¿Ataques de pánico? ¿Necesita un poco de relleno transitorio en la desoxigenante carrera hacia ninguna parte que siente que está corriendo estúpidamente? No desespere! Ha dado usted con el proveedor adecuado! Siga atentamente nuestras instrucciones: encienda su plasma pagado en cuotas ad infinitum, y experimente la hipervisualidad de vidas ajenas. Luego, conecte su computadora y flote en el vértigo de un espacio abierto que no requiere que abandone el cerramiento real del suyo. Tercer paso, abra cuentas en redes sociales y practique la amistad incorpórea, llénese de miles de seguidores, intercambie poses con desconocidos, decenas de anónimos aduladores harán la delicia de su narcisismo en bancarrota. Cuarto, aprenda el arte vulgar de comunicar trivialidades insustanciales que lo transformarán en un exhibicionista de la existencia, esa técnica es fundamental para que nuestro artefacto funcione. Y por último, enamórese de alguna virtualidad oportunista que dará a sus emociones esa dosis de adrenalina que tanto le esquiva su existencia real. No pierda tiempo, coma de nuestra exquisita mierda, ya lo decía la sabiduría popular de los graffitis en los baños públicos: miles de moscas no pueden estar equivocadas! En caso de que todo esto falle, lamentablemente no reembolsamos los gastos y disgustos que nuestro período de prueba del producto le haya ocasionado. Pero si con el tiempo ratifica que su vida sigue siendo un remiendo de irrealidades, una larga cadena de frustraciones interminables, una vacuidad preocupante, le garantizamos relanzar el proceso una y otra vez, gratuitamente!    

Sí, el mercado de las farsas está lleno de compradores compulsivos…




Parirse en los exilios


En medio de esta vorágine de insanías, cegueras y decorados existenciales de muy mala calidad, la lucidez es un bien escaso.

Cercados como estamos por el imperativo a la acción, detenerse a pensar con plena conciencia es una rareza, una pequeña hazaña cotidiana tan devaluada como casi impracticable.

La lucidez no es placebo. Tampoco un tranquilizante.
No es recetable. Ni un producto de alcance masivo.

La lucidez es, primeramente, una pausa. Un habitar largamente el desaceleramiento.
No es inacción ni llama necesariamente al no-hacer, pero requiere de un tiempo propio entregado a razonar. La lucidez es un dedicarse a permanecer en el pensamiento que medita, en la reflexión que se toma a sí misma como objeto de elucidación.

Estarse lúcido puede ser, cuando no se ha estado acostumbrado a esta práctica, una ligera tortura. 
La lucidez, como un canal de parto que se abre por primera vez, duele.
Y en ese doloroso alumbramiento quien nace es uno mismo, de uno mismo.

Rematrizados, la lucidez permite re-engendrarnos.
Porque no nacemos sólo cuando abandonamos el útero de nuestra madre: se debe nacer de nuevo por segunda vez, por propia decisión, por propia engendradura, a través del descubrimiento conciente de las propias fuerzas. Porque sólo cuando se decide con todas las consecuencias respirar por uno mismo, ahí se ha de dar comienzo a la propia vida como obra escultórica personal e íntima. Ahí, en ese punto preciso, se renace desde sí y para sí.

La lucidez siempre adviene desde cierta forma de exilio. Probablemente porque para volverse a dar por re-nacido hay que apartarse de padres, tierras, patrias, lazos, consanguinidades, hábitos, idiomas, y toda semiología del arraigo a los viejos esquemas. A las pesadas columnas donde se ataba la otra vida irreflexiva hay que tumbarlas, hacerlas tumba simbólica, porque sólo lejos de las placentas nutricias (pero tan férreamente encadenantes) ha de modelarse a contracorriente esta otra vida ahora sí elegida, comprendida, lúcida.

La lucidez es la intimidad del pensar que, radicalizado, se autoelimina intermitentemente del mundo exterior para forjarse como proyecto singular. El lúcido debe primero aprender a manipular los signos desconcertantes y desordenados de sus propias representaciones. Debe limpiar la cabeza de basura inútil, pasar por el tamiz de la autocrítica lo que es digno de ser conservado de sí mismo y lo que es preciso arrojar al más lejano agujero negro. Debe separar su propia materia luminosa de su materia oscura, y si no todos los residuos que lleva dentro son deshechables, pues aprender a convivir con ellos, a neutralizarlos o a reciclarlos a su propia conveniencia. Acopiar síes. Afirmar los soberanos noes. Desprenderse de corduras contracturantes. No dejar de ser seriamente niño, ni mucho menos alegremente adulto. Darse a la risa cuando la risa nos reclama. Darse al llanto cuando el llanto nos retiene. Purgarse de lo que no tiene sentido. Aceptar el cuerpo que decae, el cuerpo que se place y que place a otros. Aceptar el exquisito azar de estar latiendo tanto como aceptar la irremediable finitud que alguna vez se nos cruzará en el camino. 

De la nada y hacia la nada… en el medio, ese todo lúcido que podemos ir siendo, tan intensamente vivido como lo deseemos. No hay excusas.
 
Los antiguos sabían suficientemenete bien que es preciso darse un tiempo para experimentar la soledad que piensa y se piensa. Sin esa práctica íntima de razonamiento meditado y solitario, los asuntos con que nos desafía el existir quedarían insuficientemente examinados. Pensar, en esa habitación de la pausa, es un acto que deriva éticamente en el ciudado de sí.

La lucidez exige tolerar las pocas duras certezas que tenemos.

Sabemos así que solos llegamos a este mundo y solos partiremos. 
Podemos percibir en todo lo que nos rodea que las cosas y los seres son transitorios, que nada permanece y que todo está sujeto a cambios impredecibles. Por lo tanto, la buena nueva, es que lo que nos hace sufrir o no nos hace bien es asimismo pasajero. El malestar, pasará, indefectiblemente, por lo tanto, por qué hacerse problema por ello? Aunque el corolario incluye que también será pasajera la intermitencia de los momentos felices, cosa que debería lanzarnos de cabeza a disfrutar de esas brevedades dichosas, sean cuales fueren.

Lo que espera en el futuro o lo que sucedió en el pasado no son asuntos que estén en nuestras manos, apenas si disponemos de lo que pasa aquí y ahora en nuestro escurridizo presente. Estamos hechos de polvo y el polvo del tiempo se cae entre los dedos de nuestros días, entre los pliegues de cada hora que va pasando. Ahí hay que estar, cada vez, por completo, en cada cosa que ahora se haga. Si estás comiendo, sólo estate allí comiendo. Si lees un libro, húndete en las páginas y no hagas otra cosa que perderte a ti mismo en ese hundimiento. Si estás haciendo el amor, haz el amor como si fuera la última vez que lo harás en la vida. Si te sientas en el medio del campo a sentir la brisa sin sentido ni finalidad alguna, sólo estate allí, vuélvete uno con la brisa. Si estás en tu trabajo, concentrate en ese punto práctico hasta que puedas culminar y desprenderte de la tarea cumplida como si nunca hubieras estado allí llevando a cabo ese objetivo. Si corres, corre, sólo corre y respira para correr, nada más corre, sé el suelo, sé el impacto, sé la fuerza desplegándose en la extensión de cada paso. No te distraigas con los barullos inútiles de la mente que bulle hacia todas partes y hacia ninguna. Estar aquí y ahora es una reconexión venturosa con el presente, que es lo único real, en definitiva, de lo que disponemos.

Siendo la incertidumbre la regla y la razonable previsión una excepción imprescindible, el mejor plan es saber que todo plan es mera voluntad de ordenar lo incierto, y por ende, no hay plan ideal. Lo incierto siempre nos recuerda que habrá algo que quebrará nuestra intención inicial de dar forma a lo caótico. De allí lo crucial que resulta ser flexibles para adecuar la cuadrícula a las fluencias.




Despiertos, aún en la mayor oscuridad


Cierto es que hay tanto con lo que habérselas! Hay que lidiar con las pérdidas, con la demencia de los infames, con los hijos de puta, con lo injusto, con los que juegan sucio, con los dolores, con la enfermedad, con los fracasos eventuales, con las fallas seguras, con los apremios, con los malos golpes de la suerte, con los reveses. Todo eso estará siempre, allí, como si se tratara de una condición perenne obstaculizadora que pondrá a prueba la capacidad de superarse, de asintóticamente mejorar, de ponerse de pie por encima de cualquier potencial ruina.

La lucidez, que en principio era un ducto apretado, incómodo, abrumador, lentamente se va volviendo un modo de estar, un modo de ir siendo, un modo de vivir despierto. Hay que desarrollar una grata confianza en y con la propia lucidez.

Siempre estarán alrededor los atajos, las nieblas, las ficciones. También eso seguirá estando ahí.

Y estarán asimismo las manchas oscuras, las noches cerradas, los bocas de lobo. 
Pero contando con la lucidez del lado de uno, se transita menos a tientas, se anda más despierto. Inclusive hasta cuando se sueña, se vuelve uno un poco duermevela.
La vigilia es el mejor estado para contemplar que hay demasiadas estrellas por alcanzar cuando se decide mantener la mirada alzada. Y es una real pena cerrar los ojos ante lo que inspira a elevarse… aunque ese vuelo nos cueste el alto precio de la lucidez.




(…los círculos comienzan donde finalizan para finalizar donde han comenzado
y por esto mismo parece apropiado terminar con esta semilla
brillantez desesperada del querido Cioran…)


La lucidez es el único vicio que hace al hombre libre:
libre en un desierto.




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