viernes, 27 de abril de 2012

Epitafio de Seikilos: del amor, Eros y Thanatos




Epitafio de Seikilos:
del amor, Eros y Thanatos






Gabi Romano





"Todos necesitan de quien morirse".

Hugo Mujica






"Soy una imagen de piedra.
Seikilos me puso aquí, donde soy por siempre,
el símbolo de la evocación eterna".

 
Texto que precede al “Epitafio de Seikilos






Turquía, 1883.
Relato de una historia sobre un fragmento de otra historia.

El viento sopla generoso envolviendo en un solo y único abrazo sensorial el calor veraniego, los olores fértiles de la tierra de Aydin, y el sonido apaciguante del río Buyuk Menderes. En este mismo sitio a los pies del Egeo que los antiguos griegos llamaron "Anthea" o "Euanthia",  en  el mismo  preciso lugar que los romanos luego conocieran como “Tralleis” y en donde se celebraban el arte de la escultura y el teatro tanto como el de la guerra y la batalla,  ahí mismo, en ese perdido retazo del planeta de cuyas hilachas tironearon espartanos, persas, turcos y griegos a lo largo de la historia, en la misma ciudad que luego sería una vez más rebautizada bajo el velo de "Güzelhisar", hubo una mujer.

Una mujer común. Una más del reino de las idénticas. Una más de las tantas que habitaban el pueblo, una perdida entre todas esas "intersustituibles" amas de casa de faldón rústico y sencillo, una mujer como cualquier otra de las que pasaban las horas de los lentos días ancladas en sus gineceos.

Con un poco de esfuerzo, casi puede vérsela, regando con un esmerado cuidado su planta favorita. Nada resulta demasiado llamativo de este cotidiano y anodino retrato que  expone un mero acto de mantenimiento de la naturaleza “domesticada”. Nada resultaría raro,  excepto que esta desconocida habitante de Aydin ha usado largamente como soporte de su bienamada maceta nada menos que el histórico “Epitafio de Seikilos”.

Sí, avatares e ignorados desplazamientos que nunca llegaremos a develar lo suficiente hicieron que, finalmente, el histórico mármol en cuestión haya dejado de ser soporte de una  planta en una  sencilla casa de pueblo y ahora pueda contemplarse la inmensa dimensión histórica  de ese epitafio grabado en piedra en Copenhague, más precisamente en el museo danés (Nationalmuseet).


El “Epitafio de Seikilos”.
Pedacito de historia hecha de mármol, afectos intensos, lazos perennes y escritura.
A esta altura vale preguntarse con claridad,  qué es exactamente el “Epitafio de Seikilos”?


El “Epitafio de Seikilos” es una inscripción funeraria datada imprecisamente entre el 200 aC. y el 100 aC. La inscripción fue hecha, originalmente, sobre una columna de mármol con el propósito de ser  colocada luego sobre la tumba de Euterpe, esposa de un tal ignoto Seikilos de Asia Menor.
Luego de  varias vueltas de la vida y con el incierto correr de los siglos, el mármol en cuestion terminó sin su base... hasta llegar a ser un inocente posa-maceta en el hogar de esta mujer desconocida de la ciudad de Aydin, Turquía.

Epitafio de Seikilos.
O la historia de un fragmento.
O mejor aún, de como un fragmento que se vuelve signo mayor de una historia  que relata una sentida e íntima evocacion al amor, a la pérdida, al interminable sentir.

Otro dato curioso y relevante sobre este epitafio es que el manuscrito tiene la forma de una composición musical griega. El "Epitafio de Seikilos" es considerada como la melodía escrita conservada completa más antigua conocida. Una melancólica canción que se ha clasificado a su vez como un tipico “Skolion” o “canción para beber” (los skoliones eran canciones que se cantaban entre los invitados a los banquetes atenienses mientras la lira y la copa de vino escanciado iban pasando de mano en mano entre los bebedores invitados a la celebración).

Las “trilces” (para usar el neologismo-adjetivo creado por el poeta Cesar Vallejo ) palabras que dan soporte a la melodía grabada en este “Epitafio de Seikilos” son las sombras fértiles  que más de  vientiún siglos después nos permiten testimoniar el dolor que produce la pérdida de su esposa Euterpe a Seikilos.
Música, poesía, recuerdo que busca perpetuar la memoria del amor,  evocando a quien se ha amado cuando ese ser ya ha abandonado su cuerpo y existencia en este mundo.
No sabemos nada acerca del cómo o de las particulares circunstancias en que Euterpe hubo de morir, pero sí sabemos que en este último manojo de símbolos que Seikilos manda a grabar sobre la aún tibia tumba en que yacen los restos de su mujer, tambien hay algo de “Amor fati”.

En las palabras de este epitafio hay sin dudas un inmensa tristeza.
Y a la vez hay voluntad de hallar en esa mismísima pena un doloroso aprendizaje vital: un  saber que permita meditar acerca de la necesidad de abrazar toda circunstancia que nos toque afrontar, sea  ésta cual sea. Abrazar la contingencia con que el destino nos sacuda, nos estremezca, nos pasme. Abrazar toda desprevención del destino, aún cuando se trate de la definitiva separación que impone la muerte. No detenerse a morir también en la parálisis inercial del desconsuelo irreparable que impone la pérdida de lo amado. Abrazar, de pie, los pocos pero preciados saberes que dejan en su siembra  dolorosa las pérdidas inexorables.  Conservar los "bienes" intangibles que nos sembró en la existencia quien ahora ya ha partido. Abrazar, a traves de ese “Amor fati”, el saber vitalista que deja en el pensamiento la inexorabilidad de una muerte.

Y así lo hizo Seikilos hace más de veinte siglos atrás.

Seikilos y Euterpe, dos que aún entrelazan en un resto arqueológico que funde al amor, y su duelo  con un Eros que se niega a perderlo todo bajo la guadaña tanática.

Con esta estela funeraria, aquel inbiografiado hombre del que no tenemos rostro ni rastro ni resto más que ese trozo de ajado marmol funerario, intentó vestir con un poco de sabiduría el último lugar en que el cuerpo ya sin vida de su mujer halló descanso final.

El “Epitafio de Seikilo” dice asi:



Mientras estés vivo, brilla,
no dejes que nada te entristezca mas allá de la medida
porque corta es la vida por cierto,
y su retribución el tiempo exige.

ὅσον ζῇς, φαίνου, μηδὲν ὅλως σὺ λύπου•
πρὸς ὀλίγον ἐστὶ τὸ ζῆν, τὸ τέλος ὁ χρόνος ἀπαιτεῖ.
Hoson zēs, pheinou, mēden holōs sy lypou;
pros oligon esti to zēn, to telos ho chronos apeitei




Se trata de lo amado. Lo amado...
En lo amado, una banda de Moebius sagrada hace fluir a Eros y Thanatos en una extraña conjugación llevada a cabo bajo el nombre del divino verbo “Vivir”.




...




Alguna vez,  un hombre que resultaría un ser trascendental en mi alma, me dió un muy deseado primer beso con la música del "Epitafio de Seikilos" de fondo. Fue, sin dudas, el beso más raro que recibí en mi vida. Y para sumar rareza a la rareza, fue un largo e inolvidable beso upside down. Creo que aquella noche ambos brillamos, con una luminosidad  tan  bella  y fuerte como inaferrable.  Corta es la vida, demasiado breve siempre. Probablemente el espíritu de tales brevedades eternizadas por su carga de intensidad haya marcado aquel beso, a ese hombre, a mí.  Quizá.

Hay momentos, circunstancias más bien, en que me digo para mis adentros que valdría la pena despertarse cada día recordando el nudo vital de aquella estela simbólica grabada en mármol...


... as long as you are alive,
shine!




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miércoles, 25 de abril de 2012

Enamorarse no existe?





Enamorarse no existe?




Gabi Romano



"El amor es dar lo que no se tiene a aquel que no lo es."
Jacques Lacan


Sólo amamos aquello en que buscamos algo inasequible.”
Marcel Proust
“La prisionera”





Enamorarse no existe.

O al menos eso sostienen los lacanianos desde cierta lectura de lo que acontece en el proceso de enamoramiento.  Guiada por un espíritu bastante más sintético y bajo una mirada filo-psi, escribí hace ya algunos años una ligeramente oscura frase: “Amor es nada”. El sentido de la misma es una larga hebra de ideas que aún continuo devanando.

La neurobiología  ha dicho y sigue diciendo mucho en dirección contraria a lo anterior: enamorarse no sólo existe
sino que tal fenomenología afectiva trae consigo una densísima catarata de intensos efectos físicos, hormonales, bioquímicos, psicológicos, anímicos.  Lejos de nada, el enamoramiento  es, existe, y sobre él hay mucho que investigar aún.

Pareciera ser prudente considerar las lecturas de unos y otros sin decretar la hegemonía de ninguno de los dos. Esquivar las tricheras de la interpretación encriptada en las que se  zambullen los partidarios de la secta psicoanalítica liderada por el sacerdote Jacques Lacan por un lado. Por otro lado, evitar suscribir demasiado a prisa a los papers que abundan entre los prolíficos amantes del neopositivismo, corriente que ha tomado en las últimas décadas al cerebro como centro y dominio supremo a la hora de seguir trazas para explicarlo todo. Las sutilezas del flechazo de amor tal vez se encuentren más a resguardo de un pensar seriamente reflexivo en una delicada combinación de saberes que no son ni totalmente adjudicables a los laicos argumentos rebuscados que rezan los seguidores de la religión psicoanalítica,  ni completamente  dependientes de los aportes de cuanto scanner utiliza el pancerebrismo del siglo XXI.

No me explayaré, al menos en esta ocasión, sobre los alcances de las observaciones cerebrológicas del enamoramiento pues ya lo he hecho en otros posts referidos a la problemática amorosa. Prefiero hoy direccionar el pensamiento en torno a la otra ruta, esa que sostiene la inexistencia del enamoramiento visto éste en clave lacaniana. Creo que ciertos elementos del pensar lacaniano pueden aportar una interesante dimensión para dilucidar  esa extrañeza extrañamente infrecuente que es caer enamorado/a,  y sobre todo, comprender el sentido y rol clave que el error posee en esa irrecusable caída.     



-El enamorado, ese narcisista equivocado

La lectura psicanalítica lacaniana  sugiere que enamorarse no existe puesto que en la raíz de tal fenómeno hay un equívoco fundante. O sea, nos enamoramos con un (o varios) error/errores de base: identificamos en forma equivocada “algo” en el ser que amamos y ese “algo” no es en absoluto nada que tenga que ver con la realidad de quien ese otro verdaderamente es.

Cuando caemos enamorados, ese sujeto a quien amamos toma un relieve tal que se distingue (al menos para nosotros) de entre todo el vasto universo de sujetos posibles de ser amados. El psicoanálisis dirá que más bien sucede que nos creemos que el ser amado posee una especie de excendente,  un plus, una diferencia significativa que lo vuelve recortable de entre todo el resto de seres que nos rodea. Enamorados inventamos la uniqueness del amado.  Pero “eso”, ese “algo” hechizante que creemos advertir en el otro es “algo” que en verdad,  el otro no tiene. Los lacanianos llamarán a ese no-se-qué “objet petit a”.

Es lo que nos atrae.  Incluso ese no-se-qué ni siquiera es (estrictamente hablando) un “algo” del otro que esté en el campo de visión de quien se enamora. Lo que atrae es, literalmente, algo de lo que uno ni siquiera tiene idea. El deseo es causado por un no-sabemos-qué del cual, para colmo, no tenemos idea. Sí, el amor es antilógico si esperamos hallar en él prolijidades aristotélicas. Das ding (la cosa) del amor se escapa a nuestro registro racional.  En la otra trinchera de las interpretaciones acerca del enamoramiento, los neurobiólogos dirán que las feromonas compatibles entre el enamorado y su objeto de amor componen buena parte del misterio de esa atracción sin objeto real. Nos enamoramos no de alguien, sino de su composición de feromonas?
   
Volvamos al equívoco basal -ese algo que es ciertamente nada- que desde el psicoanálisis sería lo que hace que admiremos y deseemos tener-poseer  a la persona de la cual nos enamoramos.  Ese ser único y especial merece el amor de ese otro ser único y especial que es el enamorado.  El enamorado es un narciso que ha hallado su objeto. En “Historias de Amor” Julia Kristeva dice:


“El amor es el tiempo y el espacio en el que el “Yo” se concede
el derecho a ser extraordinario.”







-Amo en ti algo más que a ti… y que ni siquiera existe!

Entre el narcisismo y una feroz idealización bulletproof, pareciera entonces que no nos enamoramos de alguien por quien realmente es, sino que lo amaremos a causa de ese “objeto petit a” que a su vez nos causa el deseo. Los destellos agalmáticos de eso
que amamos en quien amamos hace que nos enamoremos…  por causa de algo que no existe! Desconcertante, no?

El señuelo del amor es nada más y nada menos que una ficción que primero nos empuja hacia ese cierto otro (y no hacia algún otro otro) y nos anzuela a ese ser en particular. Pero en sí lo que provoca  nuestro desear, como razón y causa real, es inexistente. El otro no tiene aquello que le atribuyo tener. 

Ficcionamos a quien amamos cargándolo sin querer con nuestra amatoria imaginería representacional.  Lacan, en el Seminario 11 dirá:


“Amo en ti algo más que a ti¨


Pero veamos las consecuencias más complicadas a que nos expone este error de base del enamoramiento, esta equivocación fundacional en los movimientos de la pasión amorosa.

Constituye una queja insistente y bien conocida aquella que, en boca de los enamorados, les hace decir, palabras más palabras menos, lo siguiente: “x no es capaz de darme lo que deseo”. Indudablemente si la demanda del amor está basada en algo que en verdad el amado/a no posee, el enamorado entonces se verá en el callejón sin salida de esperar/reclamarle ese excedente ilusorio que el amado nunca ha tenido. El amado no podrá dar lo que el amante le reclama porque ese pedido, esa solicitud va dirigida a alquien que en verdad él no es, a alguien que no existe.





-Condenados al desencantamiento

Pedir y esperar lo que el otro nunca ha tenido ni ha sido ni será es un camino que sólo puede desembocar en diversos grados de frustración, queja y desencanto. Los divanes de los psicoanalistas rebozan de analizantes necesitados de recrear, en pos de una cura, sus penares de amor.   

Desde este punto de vista,  y ya en el inicio mismo del fenómeno amatorio, el enamorado es un condenado al desencantamiento por investir inercialmente a quien ama de un atributo mágico que éste nunca ha tenido ni tendrá.  El otro no tiene ese “algo” que le reclamamos, no lo tiene ni escondido ni en estado germinal. Aquello (su “eso”) que le da relieve entre los otros no es más que una construcción ficcional que le ha atribuido el Yo del enamorado al inicio del enamoramiento.  Nada más.

El amor, en cierta medida, nace así condenado a su propio fracaso puesto que la discordancia entre lo que el otro es y lo que creo que es genera una brecha insoslayable que siempre se nos aparecerá delante de los ojos con la forma de un hiato, un espacio irrellenable, un vacío de sentido. Nos desencantamos producto del proceso mismo de enamorarse y ese desencatamiento es a la vez también producto directo de la sustancia equívoca  misma en que nace la pasión.
 
Las cuerdas del enamoramiento se mueven en un teatro de máscaras poderosamente atractivas.




-Y en cada flecha de Eros, el exceso y la carencia

Catherine Millot dirá que el objeto causa de deseo ocupa el lugar del vacío y es inapresable porque es en sí él mismo una pequeña nada.

Amor es nada, una vez más y tal como aquella vieja frase con que me desperté alguna mañana hace años merodeándome la cabeza.

Nos enamoramos entonces por causa del vacío?

Más allá de que nos enamoramos mediante y mediando un malentendido, amamos asimismo una inexistencia, finalmente una nada?

Es el enamoramiento algo que siempre nace bajo el signo de nuestra propia sombra deshabitada?

Deleuze pelea en muchos momentos de su obra contra esta idea que liga al vacío y al deseo. Propondrá en cambio una teorización muy diferente que considera no ya al deseo como esclavo del vacío sino al deseo como producción,  como afirmación, pero dejaremos por hoy a un lado esta interesante cuestión que nos llevaría por otras avenidas.
Que deseamos aquello de lo que carecemos  viene siendo una afirmación sostenida desde Platón en adelante. No olvidemos que el diálogo “El Banquete” la sacerdotisa Diotima recrea el mito del nacimiento de Eros poniendo en articulación la complementariedad y oposición que ya se da en el propio origen de éste. Eros nace producto de un encuentro a la salida de un banquete en el que Penía  -la pobreza, la carencia-  esperaba las sobras en la puerta del jardín y logra astutamente unirse a Poro –el recurso, la abundancia-  cuando éste salía del banquete bastante borracho. Eros nace fruto de la combinación entre exceso y miseria, de la amalgama entre la riqueza y la carencia informe que se vale de la astucia para existir. Las sensaciones contrarias, la ambivalencia, la complementariedad de estados antagónicos se harán presentes en distintas proporciones en los diversos momentos que atraviesa  el cuerpo enamorado.




-La “separtición” del enamorado

Sin embargo allí mismo, en esa condena del amor mora también su posibilidad de supervivencia  y su alimento. Por un lado, si el objeto causa de deseo desaparece, el enamoramiento se evaporía. Y sin embargo, cuando se presentifica ese “objeto a” que causa que deseemos pero a la vez no sabemos de qué se trata, nos angustiamos como nos angustia siempre cualquier epifanía del vacío.

Vivimos el amor en estado de “separtición”, para usar una palabra del vocabulario neológico de Lacan.

En el amor nos sentimos de a ratos invencibles... y de a ratos en estado miserable puesto que nos sabemos fatalmente a merced del otro, y ese otro es para colmo alguien de quien percibimos de alguna manera el espejismo básico que lo constituye (espejismo al que, sin embargo, no queremos renunciar ni nos atrevemos a deshechar).

Ante el desorden del enamoramiento hay una frenética salida igualmente inútil a la que se suele acudir cada vez con mayor frecuencia: resguardarse en la mayor de nuestras ficciones favoritas, la autonomía del Yo. En otras palabras, ante la zozobra del enamoramiento salimos corriendo. Ocultarnos, huir como un Borges desesperado en busca de un refugio tan contrafóbico como estéril suele ser una fantasiosa y estúpida maniobra del Yo para salvaguardarse de las mareas de la pasión. Pero a veces el antídoto autonomista de poco sirve. A veces, dependiendo de la abrumadora intensidad del enamoramiento, nada sirve de nada. No hay escondite que valga. El objeto causa de deseo seguirá igualmente ahí,  maldito sea, causando ese dulce estrago llamado justamente “deseo”!          




 -Del malentendido enamorado a la metáfora del amor

Para Lacan la salida a este equívoco de base en que nos ubica el enamoramiento no se encuentra en lo que pueda hacer por sí solo quien ama, sino en un desplazamiento de lugares. Fundamentalmente un cambio de posición en ese a quien denominamos “el amado”.  

El que ama no puede salir de la propia trampa involuntaria en que ese enamoramiento surgió si no es con un cambio en el ser amado. Nuestro psiquismo es un material profundamenete conectivo: lo que el otro haga resuena en mí tanto como lo que yo haga genera resonancias en el otro.

Veamos en qué consiste la trampa en la que el enamorado, como mosca en la miel, no puede mover sus pasos. Si el error es no sólo la cuna sino el basamento mismo de continuidad del enamoramiento,  amaremos sí y sólo sí somos capaces de perpetuar la bella mentira con que hemos investido al otro. Y si desinvestimos al otro de su magia, si pretendemos que el otro sea pura verdad sin el error de la creencia con que otrora lo investimos, eso mismo sería equivalente a clavarle un puñal al enamoramiento mismo cuya lumbre requiere del oscuro aceite de la ficción. O al menos lo anterior es lo que secretamente (inconcientemente?) tememos. NO queremos quitarle al otro su máscara porque con ella se esfumaría la intensidad del fenómeno de enamoramiento. Preferimos el precio de ver los hilos antes que la pérdida del amor. Y no estamos errados suponiendo eso. La verdad del otro envenenaría la fuente misma en la que abreva el enamoramiento pues éste se alimenta de fulgores provenientes de lo-que-no-es, de una obsesión refulgente que emana de lo que el-otro-no-es, de lo que ilusoriamente hemos hecho que sostenga a quien amamos como único, especial, a medida… de nuestra neurosis.

Existe entonces algún viraje posible tal que el enamoramiento gane en representaciones algo más ajustadas a lo real del otro y a la vez la continuidad del lazo no quede en entredicho?

Es posible que ese viraje lo constituya desplazarse desde el mágico malentendido del enamoramiento a la riesgosa metáfora de dos que se aman?
     



 -Intercambiando ficciones

Enamorarse no existe. Cierto.

El enamoramiento es una mágica película construída por las necesidades de nuestra  astuta psique más o menos siempre en estado carente, y cuyo obsesivo argumento está cargado de falacias e irrealidades. Así es.

Y cuando nos enamoramos lo hacemos dando lo que no somos ni tenemos a alguien que en realidad no es tal. No menos cierto también.

Enamorados creemos ofrecer al otro algo que al otro le falta y éste cree ofrecernos a nosotros algo que nos resultaba crucialmente faltante. Suena fuerte imaginar entonces que el enamoramiento es un proceso de intercambio de ficciones entre dos carentes igualmente ávidos de una porción de irrealidad que los haga algo más… felices? Si para Jean-Luc Marion el fenómeno erótico es un fenómeno cruzado, el cruzamiento del enamoramiento se establece sobre un cruce no sólo fundado en vacíos mutuos sino presagiando el abismo insoluble del desencuentro.        

Enamorados creemos estar navegando la promesa de un encuentro cuando más bien estamos hundidos en la precariedad de un desencuentro mutuo, y empantanados.

El enamoramiento es, en esta dimensión teórica,  la frágil intersección temporal  e intensa de dos que no saben quienes son, no tiene mucha idea de qué carecen, y menos aún comprenden cómo poder resolver esa supuesta carencia que los roe por dentro abrazándose uno al otro. Complicado…  y sin embargo enamorarse es. Sucede.


 

-Cuando el otro mueve  (o no) su heroica ficha
 
Si la salida a este embrollo no se encuentra en quien ama (pues la verdad del otro destrozaría  esa imago que nos anzuela al él como ser amable, y a su vez persistir en el error nos lleva a detectar en diversos momentos que justamente el otro no hace lo que querríamos que haga porque le demandamos de acuerdo a quien “inventamos” que es y en verdad no es) sólo nos resta como primera medida poner la esperanza en alguna otra parte pero no en uno mismo. En cuestiones de amor no hay Barón de Münchhausen que pueda rescatarse de los pelos a sí mismo del pozo en que ha caído. 

La salida estará, al menos en esta parte del enredo, en lo que haga (o deshaga) el amado.
Sí, desafortunadamente para el enamorado, una vez más destrabar el enigma estará en manos del amado...

Es el amado el único que puede salirse de su posición.
Es de él de quien esperamos que se salga del lugar de “objeto de amor” y se desplace hacia una posición de “sujeto que ama”. Por qué la esperanza está allí? Porque por definición un objeto no tiene la facultad de amar, y sí la tiene únicamente un sujeto. Mientras los objetos son incapaces de amar,  los sujetos sí pueden arrojarse a las aguas de una pasión, activamente.  

No se trata  penélopemente de esperar que el otro nos ame, sino de que se active un corrimiento  en el otro y pase de ser objeto de nuestro amor (amor siempre equivocado, ya lo sabemos) y él nos coloque ahora como objeto de su propio equívoco de amor.

Que el otro se vuelva  sujeto de amor y abandone así su posición inicial de objeto amado implica que ahora es él quien deberá investir al enamorado de una ficción, de un error,  de una magia divinamente mentirosa pero extremadamente imprescindible para seguir jugando el juego del enamoramiento.

Lógicamente, en este punto, amar es un acto heroico a asumir por parte del amado, y como todo acto heroico, bien podría acontecer que nunca suceda, que el amado nunca se atreva, que el otro nunca pueda o no quiera, que nunca desee investir del amoroso error del enamoramiento al amante. 

Si el otro no nos baña con la inexistencia de una representación irreal que nos recorte (ahora a nosotros tal como antes lo hicimos con él) de entre todos los otros objetos que podría amar, en ese caso, el juego quedará interrumpido. Pero si el otro se atreve y desea -y nos devuelve algo del juego de investimiento en que antes nosotros nos jugamos- estamos en tránsito hacia una forma diferente de la pasión. O al menos, hemos agregado un factor de realizabilidad más a las precondiciones que se requieren para lo que Lacan llamará proceso de inversión de lugares, o más aún, metáfora del amor.





-Como Edipos en Colona

Quemada la nave del enamoramiento como artificio entre los leños confusos de la ficcionalización del otro y del descubrimiento de sus máscaras, qué nos queda?

Acaso queda del Fenix del enamoramiento alguna ceniza con que encender el lazo de oro del amor?

Como errante Edipo en Colona,  al enamorado que “ha visto” (y se ha visto a sí mismo) más allá de los deslumbres iniciales de la pasión enamorada, le queda saber que seguirá siendo un eterno ciego, pero ahora con los ojos bien abiertos.
Eso queda.  Y no es poco. Y es bastante desafiante.

Atravesar el enamoramiento, soportar el desencuentro y las fallas diferenciales de ambos partícipes del pacto erótico inicial, nadar en la zozobra de la intensidad para reestablecerla de un modo menos desencontrado, todo eso queda. Y si es eso ni más ni menos lo que nos queda, sólo podemos desear correr el riesgo de permanecer con ese otro haciendo lazo aunque ya hayamos percibido los rasgos de disonancia entre ese -a quien ahora seguimos deseando estar unidos- y aquel mismo amado de quien ayer nos enamoramos en plena ceguera del error.

Cuánto tiempo toma todo esto?
En asuntos amatorios el tiempo se vuelve una categoría algo infecunda, algo estéril. El enamoramiento y la trasmutación de éste en amor posible es propio de “sucederes” y los sucederes no se contabilizan bajo la matemática precisa de los minutos, los días, las semanas sino que se deslizan bajo el imperativo de los acontecimientos ajenos a las sustancias mensurables. En el suceder del amor lo que realmente cuenta son los aconteceres.
El proceso del enamoramiento y sus tranfiguraciones relacionales configuran un suceder basado en la intensidad.
Aquí no sirve el tiempo como unidad de medida ni las cantidades como objetivación de lo que  entre esas dos subjetividades se cuece. 




-La transmutación, ese riesgo cargado de coraje

Virar enamoramiento en amor, aunque debamos aprender a incluir en éste último la potencial sombra entre las sombras: la de la pérdida.  Porque amar es arriesgarse a perder,  desde saber que se puede perder a quien se ama a saber que se puede llegar a perder el amor mismo. Sin incorporación de la pérdida no hay modo de lanzarse a amar ni de saltar las vallas de espejismos del enamoramiento. 

Qué garantía  existe de que el enamoramiento podrá transfigurarse en amor? Ninguna. Ni la más mínima.

En el amor se trata  siempre de un riesgo. Y para correr riesgos hay que estar dispuesto a tomar la aventura con coraje. Sino, no hay forma. No la hay. 

No creo que las neurociencias abunden en analizar esta faceta de intercambiabilidad  de inexistencias y equívocos que funda la posibilidad de un enamoramiento cruzado.

El psicoanálisis parece aún,  seguir teniendo lo suyo para aportar en el troquelado de la fenomenología del amor, su realizabilidad, el rol fundacional del engaño, los errores sublimes y/o las condiciones de posibilidad subjetivas que hacen que entre dos el enamoramiento sea una lúdica relacional pasible de ser transmutada en amor. O no.




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domingo, 15 de abril de 2012

Con Wittgenstein, contra Wittgenstein





Con Wittgenstein, contra Wittgenstein





"Porque sólo puede existir duda donde existe una pregunta, 
una pregunta sólo donde existe una respuesta, 
y ésta, sólo donde algo puede ser dicho"

 Ludwig Wittgenstein



Wittgenstein, sí y no.


Porque bien pueden nacer preguntas cuya matriz no posee cimiento alguno en la duda.
Y también existen dudas que no se atreven , no se lanzan a la aventura desventurada de tornarse lisa y llana pregunta.

Tampoco me atrevo a asegurar que las preguntas sólo existan donde existe una respuesta: hay preguntas condenadas al limbo de lo mistérico (e incluso hay, a lo largo de ciertas vidas livianas e imprecisas, muchos momentos regados con interrogantes de tipo “mhistérico”… pero ese es otro tema en el que sería un despropósito poner a bailar al filósofo vienés) que nunca nos obsequian con la gratitud del saber la tremenda valentía de haberlas formulado.

Luego, ni todo lo dicho es respuesta a algo, ni toda respuesta es susceptible de ser dicha/enunciada. Lo decible no siempre concuerda con lo respondible. Y con esto no estoy adhiriendo a ningún tipo de “enigma metafísico”,  sino que me refiero al delicado equilibrio que se  pierde cuando aparece un desfasaje entre lo susceptible de ser dicho, lo posible de ser escuchado, y la voluntad de responder plenamente.    

La palabra no es el único signo a través del cual se despliegan los juegos de preguntas y respuestas. Lo inaudible también es respuesta, o pregunta. El callar, el silencio, el secreto,  la mirada, el gesto  mudo pueden ser signos profundamente interrogativos  y/o modos de responder exiliados de la lengua. 


Si hablar puede llegar a ser sinónimo de entrar semivoluntariamente en las trampas del autoengaño,  no hablar es un modo de resistencia activa a caer en las redes azucaradas de una ficción que se viste a sí misma con las ropas íntimas del error, del embuste, de la actuación insincera que pretende presentarse como justamente lo contrario.
En efecto, a veces se calla para no mentir, pero otras se guarda silencio para no revelar  al otro lo que sería inhóspito por el sólo hecho de ser escuchado.
Y también se calla ante el peligro… o a veces se grita ante éste también (es el alarido un acto del habla, estrictamente hablando?).


"No decir" es asimismo, en ciertas ocasiones, asunto de delicada cortesía,  y al menos es eso lo que gusto caprichosamente de interpretar yo cuando don Ludwig dice en su  célebre “Tractatus”:



“Sobre lo que no se puede hablar, se debe guardar silencio”
(so fucking brillant!)
  

En los taciturnos pasadizos de una mente que transita el juego de sus propias interrogaciones y sus alunadas respuestas, hay demasiado no-dicho en danza. Demasiado signo subrepticio, demasiada indecibilidad borrosa agazapada bajo la marea incesante de las representaciones.


Pese a todo lo anterior, me gusta el Wittgenstein antimetafísico.
Me gusta, también con él y desde él, pensar a la filosofía menos como doctrina y más como actividad “aclarante” del pensar. Filosofar para desembrujar(nos) del error que arrastran ciertas tiranías de nuestro propio pensar. Filosofar para desanudar los propios rizomas y revelar las engañifas de la mente.   
Y sigo estando con Wittgenstein en aquello de que todo lenguaje es ciertamente un juego. Incluso a veces, un curioso y atractivo juego peligroso en el que danzamos con el fuego sagrado de las palabras. Hasta quemarnos.



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Cínicos ideologizados



 
Cínicos ideologizados




"La razón cínica ya no es ingenua,
sino que es una paradoja de una falsa conciencia ilustrada:
uno sabe de sobra la falsedad, está muy al tanto de que hay un interés particular oculto 
tras una universalidad ideológica,
pero aún así, no renuncia a ella."






De "El sublime objeto de la ideología"

Slavoj Žižek

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lunes, 2 de abril de 2012

La misma y no - Clarice Lispector, diez mutaciones de la identidad femenina




 La misma y no 
(Clarice Lispector, diez mutaciones de la identidad femenina)




"Nada existe que escape a la transfiguración."

"Soy siempre yo misma, pero con seguridad no seré la misma para siempre."

"Lo que es verdaderamente inmoral es haber desistido de uno mismo."

" Soy un yo que anuncia. No sé de qué estoy hablando. Estoy hablando de nada. 
Yo soy nada. "

"Y fue tan cuerpo que fue puro espíritu."

"Pero soy tabú para mí misma. Intocable por prohibida. "

"Todo momento de hallar es un perderse a uno mismo."

"Yo, que nunca soy adecuada."

“El verdadero pensamiento parece no tener autor.”

 "Elegir la propia máscara es el primer gesto voluntario humano. Y es solitario."



Clarice Lispector
Escritora brasilera
(1920-1977)

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