miércoles, 15 de diciembre de 2010

Saber no saber

 
Saber no saber





“He perdido la comodidad de la ignorancia.”
Michael Allred




Eventualmente en determinado momento de la vida también se torna imprescindible adquirir la tolerancia y habilidad de aprender a no entender, de "saber no saber".


Una demora en el entendimiento de lo que acontece no es una claudicante aceptación de la ignorancia ni un des-entender. Tampoco es una renuncia a la intelección ni mucho menos al conocer. En todo caso involucra al acto de dudar en la medida en que es la radicalización de una duda, o de una serie de ellas. Entender no es asunto apto para seguidores, ni para fieles.
Entender  (desde una perspectiva radical de lo que implica una real intelección) es en cierto modo romper. Desordenar, para hacer lugar. Mover en el tablero la "casilla vacía" de la que hablaba Deleuze. Quebrar un orden previo a fin de crear espacio simbólico para que emerja algo impensado hasta ese momento.


Justamente soportar la demora que a veces conlleva juntar las piezas del aparente sinsentido hasta que el misterio o lo dubitativo se disipen, es trabajar sobre sí mismo en el arte de sostenerse enmedio de dos sentidos: ni aquello que llega libreteado por los usos y costumbres de nuestras significaciones más aceitadas, ni un saber nuevo del que aún no saboreamos siquiera su mínima posibilidad. 

Y a veces ese "enmedio" es, por la misma tensión indisipable que hay entre lo viejo y lo inllegado, un tiempo de contacto con el vacío. Lo cual es en cierta medida, una traición, una deslealtad a nuestro creer previo, a nuestro saber anterior. Entender es una ruptura. Pero una ruptura tal que abre una grieta, hace  nacer un inquietante vacío. Antes de que un nuevo sentido se produzca, lo primero que adviene es la angustia ante la nada del sinsentido.
Horror vacui que nos envuelve mientras tratamos de dar con la resbalosa construcción de un “entender” que no se deje seducir ni por el falso atajo del dogma, ni por las frases remanidas, ni por las desgastadas y desgastantes cantinelas que nos canta la voz de sirena de nuestro narcisismo cognitivo impermeable a la crítica.
Quizá porque el vacío y la nada se infiltran en el proceso de entender/saber  es que se suele confundir equivocadamente "entender" con algo que apenas es una obturación de la angustiante vaciedad  con sentidos ya conocidos, pero  remixados. "Entender" dista mucho de la simple tarea casi diaria y automática de "taponar vacíos" con significaciones recicladas. Entender, disponerse a entender seriamente, exhaustivamente, es prácticamente lo contrario: es intensificar aún más la anchura de un sinsentido.


"No entender", ese saber no saber, es una experiencia desértica. 
Incluso, una vivencia en la que se siente ir atravesando propiamente una tormenta en el desierto.


Beduinos del sentido, no nos resulta grato demorarnos a caminar sobre montañas de arena. Las plantas de los pies queman. La sed por llegar nos vuelve roedores de la impaciencia y mordemos cualquier queso, o metemos la cabeza en casi cualquier tentadora trampa.
Como sea, la hechicera prisa nos empuja a comprar el cobijo de algún espejismo,  el que sea. Aunque generalmente se comprueba que solemos comprar  bajo grandes costos los espejismos más confortables y más reconfortantes, los mejor conocidos por cada uno. En una palabra,  buscamos refugio en los espejismos más familiares. Estos suelen ser asimismo, y para nada casualmente, los espejismos más enfermizos y trágicamente... también los más amados!
Pocos son los seres indóciles que se atreven a ser nómades de sus cuentos más amorosamente abrazados! Dejar de venerar los propios espejismos es impulsarse a salir al cruce de la nada mientras  se va en busca de esa auténtica quimera en que consiste hallar un radical “entender”.    


Quien tiene el coraje de anhelar entender debe primeramente darse -más precisamente, otorgarse- el don del tiempo.
Entender es, ante todo, un saber germinado en las esperas.
Aprender a disponer honestamente y frente a sí mismo las piezas confusas de aquello que no-se-sabe… o no se quiere saber.

Luego, entrenar la mirada en el desorden. Sin manotear coartadas. Sin escabullirse por los variados pasadizos que oferta el infernum de las evasiones ni los anaqueles de las ensoñadas mentiras colectivas tan narcotizantes prometedoras de paraísos humanos, como falaces.

Estarse solo. Solo. Lamerse en soledad.
Aceptar que se está solo, aún acompañado-rodeado-gregarizado-emparejado-socializado.
Saberse singularmente asolado. Ser solo.
Ser-para-sí que se sabe en camino, siempre haciéndo-se.
Y amansar en esa soledad meditativa,  pero con vigoroso sosiego, cualquier inquietud desestabilizante que asome trás la ventana de ciertas dudas, o bajo el manto de determinadas preguntas y sus agujeros.


Pensar acerca de sí mismo y de lo que nos rodea es un proceso requiriente de paciencia.
Ser más araña es aprender a ser menos presa.


Esa espera que nos funde (sí, nos funde, pues dependiendo del asunto que nos afecte,puede que la demora del entender nos "funda", nos consuma literalmente casi toda la energía disponible) hasta hacernos poco distinguibles con la ininteligible urdimbre de significados que no llegan entre ellos a armar un transparente “entender”.
Todo este proceso requiere cultivar la tolerancia transitoria al insaber.

Saber entender(-se)  incluye inexcusablemente atravesar  transitoriamente la desértica paradoja de aprender a no entender. Por momentos, no entender al otro. Por momentos, no entender aconteceres. Por momentos, no entenderse siquiera a uno mismo. Por momentos, romper todas las brújulas y aceptar esa vacuidad de no entender prácticamente n-a-d-a. Nada.


Saber ser es dar descalzos pasos sobre una cuerda en discontinua tensión entre lo insabido y lo porsaber… pero cuidándonos de dejar caer al abismo, en cuanto se pueda, la esclavizante bolsa de piedras de lo que inútilmente creemos o creíamos saber.

Saber es saber ser.
Saber ser es poder ser: poder apropiarse lo más plenamente posible de la potencia de ser. Y esa apropiación de la propia fuerza expansiva requiere, de manera inevitable,  aliviarse del lastre de ciertos pesos mortificantes vestidos bajo la forma de semisagradas creencias, esclerosadas verdades más hijas de la ciega repetición que de la imperfecta razón.
Nuestros saberes degradados coinciden, en lo envejecido de su osamenta y en su tristísima  pátina de momificación, con el estado del mortecino nicho interior en que alguna vez resolvimos miedosa o estúpidamente sepultar nuestro otrora radiante deseo de desear.


Tenemos la edad de los mundos que nos atrevemos a inventar.


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