lunes, 29 de noviembre de 2010

El "Espíritu Libre"




El "Espíritu Libre"



"Hemos tenido nuestra casa, o al menos nuestra hospedería,  en muchos países del espíritu; hemos escapado una y otra vez de los enmohecidos y agradables rincones en que el amor y el odio preconcebidos, la juventud, la ascendencia, el azar de hombres y libros, e incluso las fatigas de la peregrinación parecían confinarnos; estamos llenos de malicia frente a los halagos de la dependencia que yacen escondidos en los honores, o en el dinero, o en los cargos, o en los arrebatos de los sentidos; incluso estamos agradecidos a la pobreza y a la variable enfermedad, porque siempre nos desasieron de una regla cualquiera y de su «prejuicio», agradecidos a Dios, al diablo, a la oveja y gusano que hay en nosotros, curiosos hasta el vicio, investigadores hasta la crueldad, dotados de dedos sin escrúpulos para asir lo inasible, de dientes y estómagos para digerir lo indigerible, dispuestos a todo oficio que exija perspicacia y sentidos agudos, prontos a toda osadía, gracias a una sobreabundancia de «voluntad libre», dotados de prealmas y post-almas en cuyas intenciones últimas no le es fácil penetrar a nadie con su mirada, cargados de pre-razones y post-razones que a ningún pie le es lícito recorrer hasta el final, ocultos bajo los mantos de la luz, conquistadores aunque parezcamos herederos y derrochadores, clasificadores y coleccionadores desde la mañana a la tarde, avaros de nuestras riquezas y de nuestros cajones completamente llenos, parcos en el aprender y olvidar, hábiles en inventar esquemas, orgullosos a veces de tablas de categorías, a veces pedantes, a veces búhos del trabajo, incluso en pleno día; y, si es preciso, incluso espantapájaros, - y hoy es preciso, a saber: en la medida en que nosotros somos los amigos natos, jurados y celosos de la soledad, de nuestra propia soledad, la más honda, la más de media noche, la más de medio día: - ¡esa especie de hombres somos nosotros, nosotros los espíritus libres!..."



Friedrich Nietzsche
“Más allá del Bien y del Mal”
Sección segunda “El Espíritu Libre



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domingo, 28 de noviembre de 2010

Toda opinión es también un escondite






“Toda opinión es también un escondite,
toda palabra también es una máscara.”


Friedrich Nietzsche
"Más allá del Bien y del Mal"



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miércoles, 24 de noviembre de 2010

Animal orgásmico



 Animal orgásmico



"Mirado desde la sensación del orgasmo que se logra,
la mujer parece quemar con gloria angelical."
Larry Niven

 "Y si somos engañados, ¿no somos precisamente por eso también engañadores?
¿no nos es inevitable ser también engañadores?"
Friedrich Nietzsche 


"El orgasmo es el gran comedor de palabras.
sólo permite el gemido, el aullido, la expresión infrahumana,
pero no la palabra."
Valerie Tasso




Un querido amigo cuyas osadas reflexiones despuntan en el blog “Cuadernos de la ira” trajo a debate el tema de lo orgásmico. Su lectura masculina sobre este tópico combinaba, de manera concisa y despojada de vueltas retóricas, la amalgama que se produce entre orgasmo femenino, ficción y virilidad.


Dice Jorge Muzam en La comedia del orgasmo


"A ratos me pregunto ¿por qué a los hombres nos importa tanto que nuestra mujer tenga o exprese un orgasmo cada vez que le hacemos el amor?
Esos susurros, gemidos, gritos ahogados, gritos desbocados y espasmos eléctricos son especies de selectas condecoraciones para nuestra hombría.
Ellas luego confidencian por ahí que casi siempre están fingiendo, y sin embargo a nosotros nos sigue encantando esa representación.”



El tema gatilló debate. Probablemente  porque en los tiempos que corren, hablar de “técnicas para alcanzar el orgasmo” o artículos sobre el bendito Punto G abundan con sólo poner la palabra clave en el buscador de Google. Esta sobreabundancia de consejería técnica al alcance de cualquier ente existenciario que posea un teclado y conexión a Internet,  también tiene un rostro menos presentable (y técnicamente también, mucho menos manejable). Esa contracara es la que se revela cuando se habla de imposibilidades del goce, o representación ficticia del mismo.







Lo privado, lo íntimo, lo inconfeso en lo confeso


Comencemos resaltando que “lo orgásmico” se produce en el territorio de lo íntimo.   
No sólo es asunto de “puertas adentro”, es además asunto de “cada quien”.

En las últimas décadas ha existido una interesante  intromisión con ánimo pedagogizante  en distintas áreas de lo que se llamaría la “privacidad de a dos”. Recursos de educación sexual para matrimonios, consejos en forma de decálogo para lograr mejoras en la vida en pareja, videos y/o libros en cantidades innúmeras cuyo eje es la optimización saludable de la relacionalidad  privada e íntima con el otro. 

Si la intimidad fue, quizá, el mayor y más interesante constructo que dejara el pensamiento  agustiniano,  el discurso honesto de “uno mismo con uno mismo”, es la autobiografía interior que nos relatamos en la soledad estricta de la almohada. Ese discurso interno en el que nos “confesamos” desde lo que nos efecta sinceramente a lo que hemos hecho (o haremos) sin antifaz ni maquillajes, esa interioridad relatada de nuestras verdades es consecuencia directa de la profundización en cada quien de lo íntimo,  y no es un efecto menor en la construcción de las subjetividades.

Los fingimientos orgásmicos toman fuerza discursiva (esto es, se vuelven “decibles”) sólo en medio de ciertas condiciones que bien podríamos llamar entonces “confesionales”. Jorge Muzan bien detecta que las mujeres hablan de sus representaciones entre ellas, en estado de confidencia. El asunto acá no es la “confesión” de los orgasmos, sino la admisión sincerante  de la inautenticidad  con que la mujer ha hecho creer al otro que ha sucedido algo insucedido: no hubo orgasmo pero hay “como sí”. Y más, siguiendo la reflexión de Jorge Muzam, es interesante detectar la llamativa  “compra” que haría de este embuste el hombre que participa de tal escenografía. Ya volveré a esta conjunción entre ficcionador (ficcionadora en este caso) y creyente masculino (o pseudocreyente en muchos casos) quien desea que tal ilusión orgásmica al menos sea ilusión antes que, literalmente,  una poco retributiva nada anorgásmica.

Pero no olvidemos que también Freud, orillando el siglo XX, puso su escucha a disposición de las histéricas. Estas entraban en trance de confidencia en el diván y por la ruta de la asociación libre. Frígidas féminas analizantes ponían en palabras no ya la ficción orgásmica (que posee una cierta “voluntad” aunque engañosa de re-presentar físicamente la performance teatral de  lo que precisamente no se presenta como estallido de placer  real en las zonas erógenas) sino la falta total de orgasmo. Mujeres envueltas en el desvitalizante peplo de las pasiones tristes, apuntaría Spinoza.

En lo personal no me ruboriza decir que, vaya una a saber por cuánta confluencia de gozosas causas, no tengo idea de lo que es fingir un orgasmo… ni se me ocurriría cómo hacerlo siquiera! Los orgasmos deberían ser prescriptos y estimulados como parte del mandato de la construcción psíquica y existencial de las mujeres. No concibo una subjetividad femenina bien lograda sin ese oasis corporal, mental y terrenal  que es el placer orgásmico. No se me ocurre la realización plena y continua de lo femenino (ni de lo masculino, by the way) sin una entrega  real y auténtica del cuerpo y todos sus sentidos puestos enteramente a disposición de ese pas de deux que es la mutua dación del placer sexual. Una entrega que “debe” (sí, como imperativo categórico primero e ineludible de la alegría de estar vivo) llevarse a cabo con la más exhaltada generosidad siempre que se pueda. No “un” orgasmo. Si se trata de expresar la potencia del deseo, mejor aún y sin permiso ni justificativos, todos los posibles.






La escondida animalidad humana

Me resulta tan inevitable como necesaria una lectura animal del orgasmo femenino y de la contemplación casi ansiosa que el macho anhela presenciar emanando del cuerpo de la hembra. Y aclaro desde ya, que me concentraré en las cuestiones referidas al orgasmo vaginal femenino y no al clitoridiano que ameritaría  otras reflexiones diferentes y específicas.

Creo que los machos de nuestra especie (no muy alejados de los especímenes de otras especies) proceden de manera primaria, básica, elemental en materia de intercambios sexuales: su objetivo es desparramar, diseminar su ADN por cuanta cavidad fecundadora puedan. Algunos teóricos han visto en esto mismo una posible explicación para la infidelidad masculina, pero no me desviaré hoy por ese interesante camino interpretativo. 

Primeramente digamos algo fundamental: el orgasmo femenino requiere, por parte de la mujer, de un abandono al devenir instintivo. Pérdida de control, en pocas palabras. Y acordemos, en los últimos  veinti y pico de siglos de civilización, tanto la religión como las biopolíticas conservadoras no apreciaron demasiado que las hembras pierdan el control en asuntos de placer sexual. Bastaba con que abrieran las piernas algunas veces en su vida para que los varones apuntasen y procrearan, y a cerrarlas rapidito!!!!! Pero más allá de estos tiempos civillizatorios, el placer femenino visto desde le punto de vista evolutivo ha tenido un valor adaptativo para nuestra especie. Cuál?  Una pareja "orgasmizada"  se  apega más saludablemente, mejor y por más tiempo que una pareja anorgásmica.  Esto ha sido de enorme importancia evolutiva pues el apego creaba las condiciones de lazo para poder mantener a las crías que resultaban de esa unión. 

En este sentido cabe la pregunta:  tendría similar éxito adaptativo el  orgasmo fingido, siendo que tal fingimiento termina siendo igualmente útil a los fines de retener al macho en las redes de la hembra y con ello lograr que las crías sobrevivan mejor que las de aquellas parejas en las que el macho "vuela"? Podría considerarse que el fingimiento cumple entonces una similar función evolutiva en términos de forzar desde la ficción el "hacer lazo" con la pareja y desde allí obtener idénticas garantías de estabilización del vínculo  tal como  lo hacen las parejas orgasmizadas? Hummm, peligrosa pregunta con más peligrosa respuesta aún.  

Volviendo a la fisiología del orgasmo femenino, este es por sí mismo y por sus virtudes contráctiles/espasmódicas, no un invento de dioses sensualistas paganos ni una categoría  creada por los sexólogos de la modernidad. El orgasmo vaginal femenino es un modo que posee particularmente la vagina de coadyuvar a que las células reproductivas masculinas (espermatozoides)  permanezcan en dicha cavidad  y asciendan hacia los conductos-trompas en su posible camino hacia la fertilización de la célula reproductiva femenina (óvulo).

En ambos sexos el orgasmo es el momento en que se produce la mayor concentración de  sangre en los genitales, acompañado esto por una descarga intensa a la que le sigue un momento de profunda relajación que los orientales denominan como de una “vaciedad dichosa”.


El orgasmo, cima gozosa en que las paredes del útero y la vagina se contraen fuertemente  es, en efecto, un activo colaborador en el “nado contracorriente” y antigravitario que debe realizar el esperma. De hecho, y no como mera curiosidad etimológica, la palabra “orgasmo” (del griego ὀργασμός) es sinónimo de la palabra “climax”. Esta última, también procedente del griego (κλίμαξ) quiere decir justamente “subida”, “ascenso”, “escalera”.

Dicho esto brevemente,  se infiere que el placer sexual que experimenta la mujer en el/los (permítaseme pluralizarlo en nombre de las multiorgásmicas no fingidoras) orgamos y el consecuente placer  masculino ante tal hecho, tienen una innegable base fisiológico-evolutiva. 

Tan animales nos revelamos en el orgasmo que, como recuerda Valerie Tasso, quedamos allí mismo expuestos sin nuestra más humana "arma" (arma-dura): el lenguaje. 
No hay palabras en el orgasmo. 
Un detalle para nada menor. 
Pero este hecho, posiblemente el mayor indicador de su radicalidad animal, no excluye al orgasmo del circuito de las representaciones simbólicas en que se inscribe. El orgasmo se escapa afirmativamente del don del habla, pero está bien lejos de ser mudo. No tiene palabras,  ciertamente, pero se instala en la malla de símbolos de lo humano. Y por ello mismo es que podemos  "pensar" acerca de lo que el orgasmo representa.

Siendo humanos, hemos creado muuuuchos relatos para explicar e incluso ocultar estas verdades despojadas que se desprenden de nuestra innegable animalidad. También, humana-mente, hemos ido lentamente escapado de la cárcel reproductivista, pudiendo hacer de nuestros goces y placeres sexuales una práctica  en sí misma, sin ninguna esclavitud respecto de la meta reproductiva (aunque de eso ya entienden bastante los bonobos  -nuestros parientes más cercanos junto con el chimpancé- que nos anteceden primatológicamente... no somos tan originales como soberbiamente creíamos serlo hasta hace poco tiempo).

Un dato más acerca de la “misteriosa” inquietud masculina por hacerse de los indicadores de que su partenaire sexual efectivamente  “ha gozado” orgásmicamente, es la inmensa cantidad de falos hallados desde tiempos pretéritos  (4000 aC.) utilizados con finalidades estimulativas en las mujeres, como asimismo la remota documentación  que prueba la existencia de técnicas de dación de placer a las mujeres por parte de los hombres (cunnilingus) ya desde la antiguedad remota. 

Volvamos ahora al silente, pero hiperpresente, suelo evolutivo que nos configura incluso más de lo que lo hace nuestro propio Complejo de Edipo (aunque esta aseveración no sea del deleite de la cofradía psi). Ningún hombre actual desea de continuo “preñar” a sus variadas partenaires sexuales (como sí lo necesitaba=deseaba para perpetuarse  cualquier antepasado humano primitivo, o cómo sí lo hace cualquier especimen macho en el resto de la variada  vida animal). 

Y sigo sosteniendo aún la tensión de preguntarme a qué responde entonces este “misterio” del goce masculino ante el goce femenino.






Razones irracionales en la escenografía del fingimiento 


No descartaré ninguna hipótesis para intentar develar el “tal vez” de este misterio masculino.


1- Habrá quienes ven en la ficcionalización del orgasmo femenino una capacidad  actoral de las mujeres para “hacer creer”. Astucia del oprimido? Podría ser. Gramsci llamaba con ese nombre a ciertas artimañas deshonestas llevadas a cabo desde el comportamiento de los  dominados. Esas astucias son puestas en marcha por el oprimido en función de preservar su propia vida cuando las condiciones de dominación no se pueden modificar. Llevado al orgasmo fingido, si el hombre desea “ver” el resultado de goce que produce su miembro en el cuerpo de la mujer, pues ella pondrá astutamente en escena exactamente “eso” que él desea ver, incluso si tal evento de placer femenino es pura farsa teatral. Para qué? Pues la mujer, al detectar que el orgasmo es un “valor” en la mente de su compañero, actuaría su performance orgásmica para mantener el lazo con él, para no perderlo (temiendo tal vez que su anorgasmia lo impulse a buscar otras hembras disponibles), para reternerlo incluso con altos precios neuróticos. Porque, digámoslo, fingir tiene su costo y de esto toda histérica triste sabe. Y cuánto más aún sabe sin saberlo!


2- Tratando de no caer en las habituales trampas de decodificar a la fenomenología masculina como una mera expresión de poder (o similares interpretaciones  inconducentes) igual podría estar interviniendo en este “misterio” que nos atañe que el hombre busque afirmar su poderío. Traducido fálicamente: “detento el poder, ergo, puedo producir orgasmos a mi pareja”. A lo cual ella, detectando esta necesidad de falaz afirmación de la virilidad de su hombre, le paga con la misma falsa moneda puesto que le devuelve un orgasmo inexistente que lo mantenga narcistamente satisfecho en su ilusorio masculinismo... mientras dure. La ilusionista le sostiene la ilusión con una farsa  que  hasta puede incluir gritos y sacudidas epileptoides de muy mal gusto. Pero tratándose de vender ilusiones hay tantas que pierden la elegancia..! Y de paso la mujer lograría a la vez, bajar de un hondazo la supuesta superioridad intelectiva masculina, puesto que logra engañarlo con las afiladas armas de su cuerpo. En tal caso, las fuerzas "bajas" de la carne ganan su combate contra las fuerzas refinadas de la razón. Un nuevo dolor en los testículos kantianos... 


3- Caben destacar ciertas aseveraciones formuladas por alguna lúcida lectura efectuada desde el psicoanálisis de género. Esta línea interpretativa sostiene que, dentro de la estructura social patriarcal aún vigente en la que el poder es masculino y el dispoder femenino, las subjetividades terminan haciendo encarnadura de tales asimétricas distribuciones de poder siendo el terreno de las sexualidades particularmente sensible a esta estructura de sometimiento. Dado que somos nuestros cuerpos, la histérica representaría con su negativa  al placer sexual una especie de “retención del poder”. No abrirse a la experiencia orgásmica sería como un cierto modo de resguardar su cuota de poder invisible, jugando sus cartas en el resbaloso micromundo de la cama. No entregar(-se) al orgasmo es visto como un modo de redistribuir neuróticamente el poder en el terreno de lo íntimo.  La histérica fingidora “hace lo que quiere”, e incluso si se frigidiza estaría indicando que está dispuesta a subir la apuesta aún más haciendo saber que –aún- una porción del poder (el poder sexual) puede ser manejado por ella a su arbitrio. Actuar o conservar el placer en sí misma serían facetas dentro de la misma lógica de poder, un poder neuróticamente retroquelado en la histeria. Fingir sería como la derrota simbólica del poder masculino, al cual la histérica le opone su propio poder: el de quedarse con el placer retenido, no entregado, no jugado en el juego de Eros. Un baño de impotencia para la masculinidad dominante, esta vez actuado sobre el tablero de castraciones símbólicas en el que tan bien se mueve la histeria femenina. Versión retorcida del contrapoder de las mujeres llevado a la dinámica del coito y sus posibles antiplaceres, pero bueno, sí, los seres neurótizados tienen retorcimientos complejos de desentrañar. 
     

4- Pero la actriz del orgasmo no por ello queda excluída del circuito de los placeres de la carne. A la fingidora siempre le queda un as en la manga… o, mejor dicho, en la mano: aún puede orgasmizarse por la vía masturbatoria.  La autoestimulación del clítoris entra a funcionar como un interesante “Plan B” indudablemente placentero, mientras logra prescindir por completo del otro físico, conserva la posibilidad de obtener goce sexual por sí misma, y se aleja por completo del mandato procreativo.  Parafraseando a Ricky Fitts, nunca subestimes el poder del clitoris


5- Se podría decir que el fingimiento del orgasmos es una mentira singularmente femenina, una expresión de los alcances de la inautenticidad femenina. Quizá. Pero en todo caso, como planteaba Nietzsche, hay mentiras al servicio de la perpetuación de la vida, con lo cual poco importa si es moral o inmoral el fingimiento en la medida en que entendamos que posiblemente esté jugando un rol al servicio del mantenimiento de algo vital para el individuo y para la sociedad. Se finge al servicio del matrimonio, de la familia, de la monogamia? Tenemos varias mentiras sociales para elegir en este punto.


6- La dupla de la comedia fingidora-creyente podría estar evidenciando un modo estandarizado de negación masculina. Quizá el razonamiento masculino indique que sea preferible pagar una serial entrada a la “función” orgásmica femenina que admitir los límites de sí mismo entre los cuales se podría incluir la impotencia para generar placer. La impotencia para dar placer, como puede bien apreciarse, no va acompañada de impotencia erectil sino que es independiente de blanduras o durezas del miembro viril. Probablemente en esto último radique el hecho de que el hombre no quiera preguntarse demasiado profundamente sobre asuntos de dación placentera pues, mientras su venerado pene se eleve y halle donde descargarse sexualmente todo el resto bien puede ser considerado como secundario cotillón de la fiesta. Y ya sabemos además que la impotencia, en el plano que ésta sea, no es un asunto muy sobrellevable para una masculinidad tradicional consagrada a los criterios contables del “cuánto mide”, “cuántos orgasmos, “cuántas conquistas”, “cuánto gano”, “cuánto autos” y demases cuentos,  perdón, cuantos.   






Vuelta a lo básico


Por último, tal vez haya que volver a lo básico. Y lo digo en no pocos sentidos.

La búsqueda –aparentemente  sin meta inmediata o evidente- de dar placer a la mujer y verificar en sus sonidos, su cara, sus movimientos, su boca, sus ojos, sus exclamaciones onomatopéyicas que ese placer es sentido realmente tendría  un “para qué” poco visible a los ojos de la humanidad demasiado decadentemente “civilizada”.

Será el “misterioso” placer masculino ante el orgasmo que experimenta la eventual compañía sexual una suerte de “resto evolutivo”?

Será ese “misterioso” goce del hombre frente al placer auténtico de su compañera un vestigio de nuestros elementales antepasados animalmente tan basales y tan sinceros en materia de medios y fines sexuales?

Será ese “misterioso”placer que manifiesta el hombre ante la concupiscentĭa orgásmica femenina una ventana  inconciente y gestual  desde la que asoma la alegría  genética con la que se manifiesta el afán replicador  de un sí mismo que sabe –desde esos signos que emite el climax en la mujer- que sus semillas bien podrían estar efectivamente  en el lugar correcto, siendo cordialmente recibidas y adecuadamente conducidas por los goces vaginales hacia la perpetuación de sus genes?

Tal vez.
Y si no se tratara exclusivamente de lo anterior, bien vale recordar que somos animales y el dictum de lo evolutivo siempre está allí, a la espera de ser interpretado en su crudeza y verdad.


Mientras, anhelo que advenga un tiempo tal en que los cuerpos no deseen más fingimientos. 
Me despreocupa la moral de moralina que se ocupa cínicamente de juzgar si en las ficciones femeninas hay deshonestidad, mentira, mala fe, engaño o lo que fuere. Todo ese teatro de jueces, víctimas victimarias  y victimarios víctimas  casi me tiene sin cuidado a esta altura del partido. 
Sí me inquieta advertir que en toda esa trama de artificios y desbalances micropolíticos, ninguno de los implicados en la comedia logra ser feliz ni hacer feliz al otro. Y me resulta casi desesperante que el placer como intensidad sana y libertaria ocupe tan poco en la cotidianeidad apagada en la que se hunden la mayoría de las horas de los humanos.

Entonces deseo, con justo respeto por la vida, que los orgasmos sean, que acontezcan, que sucedan y se sucedan saludablemente, multiplicadamente.  
Ese es mi deseo, mi deseo político y colectivo, pues la autenticidad de-y-en los placeres sexuales sólo ha de ser posible como tal cuando los encuentros eróticos de piel-a-piel se produzcan entre cuerpo liberados de ataduras y falsedades. Anhelo que así sea.  



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jueves, 18 de noviembre de 2010

"High Society" - Historia a-moral de las drogas



"High Society"
Historia a-moral de las drogas




Joaquín Rábago
EFE - Londres




                    Un mundo extraño éste de las drogas, defendidas a veces por algún Estado a cañonazos, combatidas otras, sin demasiado éxito, a golpes de ley, como documenta una exposición que acaba de inaugurarse en la capital británica, High Society.

Es conocido en efecto el modo brutal con el que Gran Bretaña trató de resolver en el siglo XIX el comercio de opio con el que la East India Company trataba de pagar el té, la seda, la porcelana y otras mercancías que importaba de la China. El opio era ilegal en ese país y cuando el comisionado chino del emperador decidió requisar todo el opio importado por los británicos de la India para tirarlo al mar, el imperio británico, en nombre del libre comercio, atacó con sus cañoneras varios puertos chinos y obligó a ese país a firmar el acuerdo de paz de Nankín (1842). A partir de ese momento, las plantaciones de opio en la India se convirtieron en uno de los activos más rentables del imperio británico y el comercio con China permitió al Reino Unido imponerse claramente a las potencias comerciales rivales como España, Portugal y Holanda.

La exposición de la Wellcome Collection, que podrá visitarse hasta el 27 de febrero y que está acompañada de un libro (High Society: Mind Altering Drugs, de Mike Jay, Ed. Thames & Hudson), arroja una mirada desapasionada y ajena a cualquier tono moralizante sobre el fenómeno de los alucinógenos o estupefacientes. Un fenómeno que bajo una y otra forma se ha dado en todas las sociedades y que esta exposición examina históricamente desde sus orígenes en las culturas mediterráneas y del Oriente Medio y en otras partes del mundo.

High Society (Alta Sociedad), título que se ha dado a la exposición jugando con las palabras -high (alto) equivale también a "estar colocado" (drogado)-, parte de la idea de que la alteración de la conciencia mediante la ingesta de determinadas sustancias, ya sean actualmente lícitas como el alcohol o ilícitas como la heroína, es un "impulso universal". A partir de esa constatación, examina el uso de distinto tipo de drogas en todo el mundo bien sea con propósitos recreativos, experimentales, religiosos, medicinales o sociales, como parte de ciertos rituales que siguen practicando aún en nuestros días algunas sociedades tribales, todo ello en un claro intento de demostrar que las drogas no son una enfermedad exclusiva de la sociedad moderna.

La mayoría de las drogas que hoy se consideran ilícitas, como el cannabis, la cocaína o la heroína, se derivan de plantas que se han utilizado como medicinas durante miles de años, y así se han encontrado jarritas destinada al opio, fabricadas antiguamente en Chipre y distribuidas por toda el Mediterráneo.

El cannabis es una planta originariamente de Asia central, pero era ya conocida de los antiguos griegos mientras que los exploradores españoles que llegaron a América fueron testigos del consumo por los indígenas andinos de las hojas de coca, que sólo en el siglo XIX se sintetizaron para la producción de cocaína.

Las drogas se han utilizado y siguen empleándose también para motivos de interacción social, se explica en la exposición, que pone como ejemplos el uso que se hacen de una bebida como el ayahuasca, producida a partir de plantas alucinógenas, en rituales chamánicos de los Tukano, de la Amazonía colombiana, o el empleo del peyote, un pequeño cactus rico de mescalina, por el pueblo huichol, de México.

A finales del siglo XIX, conforme las drogas ganan en potencia, se comienza a tomar conciencia de que hay que controlarlas y se estudian distintas alternativas:  educación,  medicación o la más radical, criminalización. Esta última se aplicó en su día, sin demasiado éxito, al alcohol en EEUU, y hoy sigue aplicándose a diversos narcóticos gracias a una convención de la ONU que no ha evitado la existencia de un mercado ilegal que esa misma organización calcula que genera 320.000 millones de dólares de beneficios al año.

La exposición de la Wellcome Collection reúne objetos y testimonios relacionados con la historia de las drogas de etnógrafos, científicos, escritores o artistas. Entre esos nombres figuran Sigmund Freud, que escribió un panfleto sobre la coca; Albert Hofmann, el primero que describió la síntesis del LSD y sus efectos; Samuel Taylor Coleridge, autor de Kubla Khan, poema escrito bajo la influencia del opio; y Thomas de Quincey, autor de las Confesiones de un inglés comedor de opio. Están también el poeta francés Charles Baudelaire (Los paraísos artificiales), su compatriota Théophile Gautier (El club de los hachichines) o Henri Michaux, que pintó muchas veces bajo los efectos de la mescalina.


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martes, 16 de noviembre de 2010

Impelente voluntad...




Impelente voluntad...



“Sí, algo invulnerable, insepultable hay en mí, 
algo que hace saltar las rocas: se llama mi voluntad. 
Silenciosa e incambiada avanza a través de los años. 
Su camino quiere recorrerlo con mis pies, mi vieja voluntad.”





"Así habló Zaratustra"
La canción de los sepulcros


Friedrich Nietzsche



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lunes, 15 de noviembre de 2010

Memorias indigentes - Lewis Carroll




"Qué pobre memoria es aquella
que sólo funciona hacia atrás!"

 

Lewis Carroll 
Escritor, matemático y fotógrafo inglés
(
1832-1898)



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domingo, 14 de noviembre de 2010

Alejandra Pizarnik, la analizante y llamadora de ausencias



“Nombre de lo que me muerde”


Por Marcelo Percia





Alejandra Pizarnik, primera analizante en castellano, interroga al psicoanálisis, no sólo como espacio clínico o zona de identidad personal, sino como modo de intervenir en las discusiones de la cultura. (Texto extractado de “Alejandra Pizarnik, maestra de psicoanálisis”, Alción Editora, publicado en el suplemento “Psicología” de Página/12, 30 de abril de 2009).

 


Suele llamarse analizante a la persona que se analiza con un psicoanalista. En este texto el término va más allá de esa circunstancia. Alejandra Pizarnik (que tiene esa experiencia desde muy joven) participa, en otro sentido, de lo que me gustaría llamar la ilusión intelectual argentina en el psicoanálisis como experiencia del pensar.

El psicoanálisis como inmersión de quienes quieren conocerse, como ideal desculpabilizador del deseo, como figuración de un mundo familiar menos represivo, como experiencia del yo destronado, como imagen de una mismidad lejana, ajena, exiliada, como creencia liberadora de sentido, como contemplación trágica del pasado, como pregunta por la crueldad humana, como denuncia del malestar moral de nuestro tiempo, como asunto de subjetividades migrantes, extranjeras, discriminadas. El psicoanálisis como utopía de la diferencia.

La expresión Alejandra Pizarnik, la primera analizante en castellano no significa que ella sea la paciente que inaugura la lista de nuestro record internacional de analizados; quiere decir que ella, la que se sabe nacida en las palabras, es maestra excepcional para pensar una práctica cada vez más profesionalista. Llamo profesionalista a una actividad que ve en el psicoanálisis sólo una profesión. Un trabajo de rutinas, pacientes, consultorios, libros y revistas especiales, congresos, supervisiones, redes de derivación, amparos institucionales, plataformas publicitarias, estrategias de reconocimiento. ¿Es otra cosa?

Alejandra Pizarnik, primera analizante en castellano, interroga al psicoanálisis, no sólo como espacio clínico o zona de identidad personal, sino como modo de intervenir en las discusiones de la cultura; en las preguntas sobre cómo tramamos relaciones con el lenguaje, con las representaciones que nos hacemos de nosotros mismos y del mundo; con la idea de porvenir, con los asuntos de la vida: el dolor y el sufrimiento, el deseo y la muerte.

No se puede imponer a los psicoanalistas que aprendan a escuchar, como diría Pizarnik, “con una esponja en los oídos”, ni obligar a que profesores dicten en clases universitarias que “por eso cada palabra dice lo que dice y además más y otra cosa”, pero sería una lástima privarse de esas ideas.

Entonces, decir que leo a Alejandra Pizarnik como primera analizante en castellano es un modo de avisar que encuentro –en ella que afirmó que Freud es un poeta trágico– a una maestra de analistas.

Que Alejandra Pizarnik anotara en sus Diarios cosas que piensa sobre su propio psicoanálisis tiene y no tiene relación con el asunto. Es cierto que esas menciones se presentan como citas, pero no es allí donde ella habla mejor como analizante. Incluso cuando indago las desventuras de esa mujer joven sólo busco aprender a leer el manifiesto de su enseñanza.

La afirmación de que Alejandra Pizarnik es la primera analizante en castellano no necesita ser probada contando cosas de su intimidad o coleccionando circunstancias biográficas (historias de familia, judaísmo, aventuras sexuales, viajes, lecturas, depresiones, noches de insomnio, internaciones, intentos de suicidio o su muerte a los treinta y seis años por exceso de pastillas para dormir). Esos desechos de su vida apenas interesan aquí. No se recorta su estar analizante para engrosar la lista de casos clínicos.

“Primera analizante” puede leerse, entonces, como: mujer afectada por el lenguaje. Sensibilidad que sabe que su dolencia es cosa hecha de palabras, que percibe que las mismas palabras que dan qué pensar pueden ser tormentos, espejismos, ruidos, en los que no (se) piensa nada. O dicho de otra forma, primera no porque no haya otra antes que ella, sino porque no falta a la cita cuando es llamada a pensarse en el lenguaje. Porque sabe que la máquina de pensar es artilugio vacío y, a la vez, lleno de piezas que pueden volverse locas. Que puede darse máquina con pensamientos que la gozan, con obsesiones que la dominan, con voces que traman sufrimientos de los que, por momentos, quiere desprenderse.

No leo a Pizarnik como visionaria o testigo lúcido del psicoanálisis de su época. El sentido de la vista o su punto de vista no están en juego. Interesa Pizarnik como oído poético dislocador de una cultura que aloja al psicoanálisis como práctica del cuidado de sí.

Interesa su mirada como lo imprevisto en esa práctica. Interesa ella misma como arremetedora que alerta sobre lo que les pasa a quienes no hacen lo correcto, sobre los peligros que acechan a quienes se arriesgan a la desapropiación de sí.

Lo que queda pendiente no es la pregunta de qué pudo o no pudo el psicoanálisis hacer por Alejandra Pizarnik, sino qué puede hacer a los psicoanalistas la lectura de su obra. Leer a Pizarnik es una decisión.

Habría muchos otros modos de nombrarla: la mujer de la existencia venidera, la llamadora de ausencias, la que desespera del lenguaje, la que se aloja partida, la que arremete viajera, la enamorada de las ruinas, la que hace el mundo palabra por palabra, la que se siente deletreada por un semianalfabeto, la que vive desnuda como si llevara un traje de vidrio, la que tiene deseos de huir hacia un país más hospitalario, la inlúcida que sabe que ama sombras, la que escribe con humor “mi amante es obscena porque me toca la hora”, la que se da cuenta de que cumple una pena por nada, la del lenguaje alejandrino, la que va hacia no hay dónde, la que intenta nacerse sola, la que pregunta cómo es posible no saber tanto, la niña santa y lujuriosa, la que pide ser curada de algo que no se cura, la que advierte que habla para amueblar el escenario vacío del silencio, la que siente que el envejecimiento del rostro ha de ser una herida de espantoso cuchillo, la reina en el exilio, la que simpatiza con todos los sufrimientos, la que piensa que la felicidad consiste en estar a salvo del pronombre yo, la supliciada, la que fue demasiado lejos en su soledad. De todos los modos de llamarla, elijo este: Alejandra Pizarnik, maestra de psicoanálisis.



Esperadora

Pizarnik es el nombre de una esperadora infatigable. Escribe en su diario en marzo de 1961: “Esta espera inenarrable, esta tensión de todo el ser, este viejo hábito de esperar a quien sé que no va a venir. De esto moriré, de espera oxidada, de polvo aguardador”.

La espera, si no se confunde con la esperanza de que suceda algo, puede pensarse como dar tiempo o darse tiempo de llegada. Eso que solemos llamar el sí mismo es una existencia venidera.

La espera del analizante tiene algo de ir al encuentro de una verdad que nunca llega. Pero, una espera que es ir hacia lo que no se alcanza no es, necesariamente, impulso insatisfecho, tensión que frustra, expectativa fatigada.

¿Y una espera oxidada? Parecería una espera marchita, deslucida, sin frescura. Una espera que se consume dolida de eso que no llega. Como en A la hora señalada, que no es la película de la espera, sino la del cumplimiento de una amenaza. La urgencia de un plazo corrompe la espera. La impaciencia no es impulso de deseo; puede ser su lastre, su cautiverio.

Muchas veces, lo que una persona que se analiza espera no es la espera, sino consumar una esperanza, conquistar una felicidad custodiada de palabras, conjurar la desgracia en todas sus formas por medio del pensamiento. ¿Una especie de religión?

Quizá Pizarnik pida que el psicoanálisis le ofrezca lo que no tiene: una fórmula de felicidad. Razones de acogida a dudas de la existencia, ahora, expresadas en primera persona de un singular en el que se celebra a sí misma. Pero también percibe, en su expectativa de sentirse mejor, una ilusión de autorreforma, una maniobra de corte y confección para forzar su coincidencia con la imagen que le gustaría alcanzar.

Tal vez aquella espera oxidada, ese polvo aguardador, sean pulsaciones tristes, ansiosas, descreídas de su existencia venidera.

No se vive así como así en situación de espera; la esperanza se cuela por todas partes. El juego de la esperanza puede decirse en tres pasos. Primero, se inventa (a medida de la propia ilusión) un absoluto distante, caprichoso y salvador. Segundo, se vive en la incertidumbre (dado que el absoluto es caprichoso y distante). Tercero, se aguarda con fe (a veces portándose bien) la llegada eventual de la salvación.

Practicante de la espera no quiere decir dogma de un ir hacia sin una meta; tampoco doctrina de me da lo mismo qué pueda pasar. La escritora es practicante de la espera porque trata de deshacer en ella misma la tentación de someterse a un absoluto.

Alejandra Pizarnik analizante, más allá de todo psicoanálisis, porque es una mujer que escribe sobre lo que le pasa. Analizante porque se sabe enferma de una especie de maldición amorosa: se siente poseída por lo que no puede poseer. Analizante porque sale al encuentro de lo que no llegará, porque se sabe abandonada. Escribe en marzo de 1961: “Y he aquí lo que me mata, he aquí la forma de mi enfermedad, el nombre de lo que me muerde como un tigre crecido súbitamente en mi garganta, nacido de mi llamado”.

Llamadora de ausencias, Alejandra Pizarnik se pregunta por qué no la atraen quienes se enamoran de ella o por qué su fascinación por el abandono o por qué se empecina en llamar a quien no habrá de venir o por qué la entristece alguien que llega con deseos de verla.

Alejandra Pizarnik, una llamadora de ausencias. Pero no porque haga citas que fracasan, sino porque da de sí la voz que convoca un lenguaje. Pensar es precisamente eso: llamar a que las palabras acudan, solicitar que se apersonen en las sensaciones, las emociones, la belleza, la angustia.

Analizante, también, porque piensa su existencia como misterio. Escribe en su diario, en el verano de 1956: “No comprendo el anhelo de ‘lo fantástico’, ni a la literatura de ‘misterio’. Es que ¿es posible hallar más misterio que en la propia existencia?”.

Admite que desconoce lo que le pasa, que duda sobre el sentido de sus actos, que de su boca salen cosas que la sorprenden, que sus deseos la visitan como parientes desconocidos.

Escribe cinco años después, cuando declara su mayor obsesión después del amor y la escritura, anotando entre paréntesis su propia voz en tercera persona: “El más grande misterio de mi vida es éste: ¿por qué no me suicido? En vano alegar mi pereza, mi miedo, mi olvido (se olvida de suicidarse). Tal vez por eso siento, de noche, cada noche, que me he olvidado de hacer algo, sin darme cuenta de qué. Cada noche me olvido de suicidarme”.

No dice que quiere suicidarse, se pregunta por qué no se suicida. El suicidio no parece un deseo, sino una fatalidad. Entonces, cada noche se olvida de lo inevitable. Tal vez así, en el olvido, diga su deseo de vivir.

Alejandra Pizarnik toma, a su manera, el problema que Camus –quien, en El mito de Sísifo, afirma que el suicidio es el único problema filosófico verdaderamente serio– designa como el misterio más radical de la existencia: “¿Por qué elijo vivir pudiendo decidir mi muerte?”. Como si vivir fuera una decisión que el olvido toma todos los días. El olvido como cesación de la muerte.

Escribe en su diario, en octubre de 1957: “No soy más que una humilde muchacha desnuda que espera que lo Otro le dicte palabras bellas y significativas, con suficiente poder como para izar sus pobres tribulaciones y para dar validez a lo que de otra manera serían desvaríos”.

La proeza del decir no consiste en realizar una sustancia mentada ni en la voluntad de hablar, sino en el impulso de ceder la iniciativa a lo expresado, de confiar la cuestión del hablar a la astucia de las palabras.

Dejar la iniciativa a lo dicho es admitir que las palabras pronunciadas se adelantan a las palabras pensadas o transportan inventivas de sentido no previstas en la decisión de hablar. Oscar del Barco (Juan L. Ortiz, poesía y ética, ed. Alción, 1996), a propósito del poeta Juan L. Ortiz, escribe: “La extinción de lo humano no está produciéndose por el lado sublime del exceso sino por el lado maligno de la llamada ‘programación total’ y del ‘control total’. Pienso en la alternativa que representan el poeta y el místico, quienes saben que no son y viven como noseres. Habita el que es sin ser, porque el habitar exige el despojo de toda iniciativa. Es el sueño de Mallarmé, su propuesta de darle ‘la iniciativa a las palabras’, de que las palabras sin ‘dueño’ sean las que abren el sentido sin sentido ‘humano’ que es el poema. El habitar adquiere así característica de advenimiento”. Pizarnik sabe que pierde la conducción de lo que dice cuando escribe o que es sobrepasada por el flujo de las palabras.



La primera

Pero, ¿por qué primera si lo que se dice sobre ella podría afirmarse, también, de otras escritoras y otros escritores en castellano? Su obra poética y su prosa derraman intimidad, pero no porque permitan espiar sus secretos (su interioridad desnuda), sino porque es la obra de una mujer que intima con el lenguaje. Pizarnik traba y trama amistad con las palabras: intenta ligarse ella misma en todo lo que escribe y tiene la mala intención de estar en el decir.

Así mismo, los Diarios (y parte de su correspondencia publicada) constituyen una escritura infrecuente en nuestra lengua. En sus páginas fragmentarias no hace alarde o culto de sí, como suele ocurrir en autobiografías o memorias. Ofrece su diario de escritora como lugar de experimentación de ella misma en el lenguaje, como espacio para pensarse en relación a sus lecturas y como demora para anotar lo que siente. Hasta el final no deja de preguntarse por el deseo, el amor, la angustia, la soledad. Cada vez intenta nombrar lo que no puede decir. No censura hechos que teme confesar ni secretos que la inquietan. Prueba escucharse pensar lo que le pasa. Escribe como una analizante que se hace destinataria de sus palabras.


Un año antes de su muerte publica El infierno musical. Cito de allí un texto que se llama “La palabra que sana”. Propongo leerlo como manifiesto de su enseñanza: “Esperando que un mundo sea de-senterrado por el lenguaje, alguien canta en el lugar en el que se forma el silencio. Luego comprobará que no porque se muestre furioso existe el mar, ni tampoco el mundo. Por eso cada palabra dice lo que dice y además más y otra cosa”.

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viernes, 5 de noviembre de 2010

Agua salada - Karen Blixen




"La cura para todo
es siempre agua salada:
el sudor, las lágrimas o el mar."


Karen Blixen

 Escritora danesa
(1885-1962)





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"Tear drop"
By Llona Wellmann
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