viernes, 23 de mayo de 2008

Homenaje a Karlheinz Deschner



Hacia el laicisismo


La superstición bíblica perjudica a nuestra vida sexual,
y por tanto, en resumidas cuentas, a nuestra vida.

Karlheinz Deschner


La descristianización de la vida no parece ser asunto sencillo de alcanzar ni de trazar a través de una estrategia filo-política. Incluso si esa estrategia filo-política es anudada con el espíritu científico (como sucede con los /las pensadores en torno del proyecto “Edge”) tampoco hay inmediatas garantías de torcerle el brazo al religiosismo social. Pero aún así hay pensadores de una lucidez indomable que dan pelea desde las entrañas mismas de las narrativas-historia-prácticas cristianas. Karlheinz Deschner es uno de ellos. Sin ninguna concesión ni rescate alguno del misticismo, sin apologías de lo “mistérico”, sin conciliación dialéctica entre mito y logos (una conciliación intentada por Mircea Eliade, quien nunca fue de mi agrado, y menos sus seguidores: untando con una mano la escritura filosófica y con la otra acariciando las mentiras del discurso mítico-supersticioso, me caen muy mal en términos neuronales, realmente).

No existe un posible “programa laicisista” porque los parámetros e ideas que perimetra el discurso religioso no son opiniones ni meras creencias. La cristianización -la islamización, la judización, la budización, y todos los procesos de inculcación religiosa sean ellos los que sean- no son simples procesos de adoctrinamiento en determinadas ideas. Las religiones se han vuelto subjetividad, son subjetividad. Y con esto quiero decir que, por ejemplo, la monogamia no es sólo una creencias higienista y politically correct, sino que es un auténtico “piloto automático” corporal (por suerte, en este caso, siempre tenemos boicoteadores deseantes que desafían la dormidera del piloto automático, pero dado que el deseo múltiplemente amatorio es sentido desde la culpa y el remordimiento, “desear” más allá de los límites monógamos es decodificado por el sujeto como un sabotaje al “Bien” en vez de un acto de salud de los instintos y pulsiones indóciles ante los amordazamientos que impone el disciplinamiento social de los cuerpos). Así planteado el reto casi imposible de luchar por una vida laica, y aún sin programa posible, vale la pena meterse en los basurales, iglesias y residuos contaminantes que ha producido y sembrado el cristianismo. Deconstruirlo, ahí mismo, en sus entrañas, patrañas y poderosas bacterias. Y Karlheinz Deschner tiene las agallas, el coraje y la inteligencia para hacerlo.

He dado con parte de su texto de “Historia sexual del cristianismo”. Vale la pena, enormemente, hundirse en las reflexiones del alemán Karlheinz Deschner, uno de los mayores y más lúcidos críticos de la Iglesia (tiene un texto llamado “Historia criminal del cristianismo”). Escritos cuyos pensamientos lo llevan ser considerado un verdadero parrhesiasta intelectual y outsider de las instituciones, las becas, las academias. Su vasta obra incluye los siguientes textos traducidos al castellano:



La Política de los Papas en el siglo XX. Volumen I (1878-1939). Editorial Yalde.
La Política de los Papas en el siglo XX. Volumen II (1939-1995). Editorial Yalde.
Opus Diaboli (Catorce Ensayos Irreconciliables sobre el Trabajo en la Viña del Señor). Editorial Yalde.
Historia Sexual del Cristianismo. Editorial Yalde.
El Anticatecismo. Doscientas Razones en contra de la Iglesia y a favor del Mundo (con Horst Herrmann). Editorial Yalde.
El Credo Falsificado. Editorial Txalaparta.
Historia Criminal del Cristianismo (9 tomos, por ahora)


Un pedacito de sus ideas, para arrancar:


Si bien el cristianismo está hoy al borde de la bancarrota espiritual, aquél sigue impregnando aún decisivamente nuestra moral sexual y las limitaciones formales de nuestra vida erótica siguen siendo básicamente las mismas que en los siglos XV o V, en época de Lutero o San Agustín. Y eso nos afecta a todos en el mundo occidental, incluso a los no cristianos o a los anticristianos. Pues lo que algunos pastores nómadas de cabras pensaron hace dos mil quinientos años sigue determinando los códigos oficiales desde Europa hasta América; subsiste una conexión tangible entre las ideas sobre la sexualidad de los profetas veterotestamentarios o de Pablo y los procesos penales por conducta deshonesta en Roma, París o Nueva York. Y quizá no sea casualidad que uno de los más elocuentes defensores de las relaciones sexuales libres, el francés Rene Guyon, haya sido un jurista que, hasta el mismo día de su muerte, exigió la abolición de todos los tabúes sexuales así como la radical eliminación de todas las ideas que asociaban la actividad sexual con el concepto de inmoralidad.




¿Podemos aún ser tan TAN retrógrados? Me pregunto cómo es aún hoy posible que la mayoría de la población aún se deje pastorear por esas “ideas sobre la sexualidad de los profetas veterotestamentarios”..!!! Cómo es posible que aún se sostengan los cortinados de la hipocresía moral ante tanta evidencia de crisis, mala fe y mentiras flagrantes! Pesados cortinados. Malolientes, también. Pero ahí siguen, colgados como fondo de valores en los que proyectan las acciones de los ciudadanos del siglo XXI. Y por las que se juzgan acciones, sentires, prácticas que se escapan complejamente de esta escenografía punitiva que es el universo religioso. Alguien podrá ofrecer las altas cifras de esta penuria creyente que azota a América en estas épocas, continente que posee el avergonzante record de mayor cantidad de cristianos por metro cuadrado. Pero incluso en la más laica Europa las cosas tampoco resultan sencillas en pos de la laicización:



Ahora bien, en otros países europeos la situación es muy parecida; la prohibición eclesiástica del incesto o el aborto, por ejemplo, influye decisivamente en la justicia; el concepto de indecencia se extiende incluso a los matrimonios y caen las peores execraciones sobre cualquier delito de estas características; los hijos engendrados fuera del matrimonio no pueden ser legitimados ni siquiera con una boda posterior; se persigue la publicidad de los medios anticonceptivos con penas monetarias, encarcelamientos o ambas cosas; se vela por la protección del matrimonio en los hoteles y empresas turísticas; y todo ello, y algunas cosas más, en total sintonía de principios con la moral eclesiástica. (…) No es sensato, por consiguiente, creer que el código clerical de los tabúes ha sucumbido, que la hostilidad hacia el placer ha desaparecido y la mujer se ha emancipado. De la misma manera que hoy nos divierte la camisa del monje medieval (infra), las generaciones venideras se reirán de nosotros y nuestro amor libre: una vida sexual que no está permitido mostrar en público, encerrada entre paredes, confinada la mayoría de las veces a la oscuridad de la noche es, como todos los negocios turbios, un climax de alegría y placer acotado por censores, regulado por leyes, amenazado por castigos, rodeado de cuchicheos, pervertido, una particular trastienda oculta durante toda la vida.


Como decía David Lebón en un viejo tema que compuso allá en épocas de Serú Giran: “… cuánto tiempo más llevará…” .

A veces temo que la humanidad duerme un sueño de muerte lenta.

Pero quisiera terminar con palabras del gran Deschner, que aún vive y a quien no quería dejar de humildemente agradecer y homenajear por su honestidad y su brillantez, ya que en su honor me surgió este post:


De San Pablo a San Agustín, de los escolásticos a los dos desacreditados papas de la época fascista, los mayores espíritus del catolicismo han cultivado un permanente miedo a la sexualidad, un síndrome sexual sin precedentes, una singular atmósfera de mojigatería y fariseísmo, de represión, agresiones y complejos de culpa, han envuelto con tabúes morales y exorcismos la totalidad de la vida humana, su alegría de sentir y existir, los mecanismos biológicos del placer y los arrebatos de la pasión, han generado sistemáticamente vergüenza y miedo, un íntimo estado de sitio, y sistemáticamente lo han explotado; por puro afán de poder, o porque ellos mismos fueron víctimas y represores de aquellos instintos, porque ellos mismos, habiendo sido atormentados, han atormentado a otros, en sentido figurado o literal. Corroídos por la envidia y a la vez con premeditación calculada corrompieron en sus fieles lo más inofensivo, lo más alegre: la experiencia del placer, la vivencia del amor. La Iglesia ha pervertido casi todos los valores de la vida sexual, ha llamado al Bien mal y al Mal bien, ha sellado lo honesto como deshonesto, lo positivo como negativo. Ha impedido o dificultado la satisfacción de los deseos naturales y en cambio ha convertido en deber el cumplimiento de mandatos antinaturales, mediante la sanción de la vida eterna y las penitencias más terrenales o más extremadamente bárbaras. Ciertamente, uno puede preguntarse si todas las otras fechorías del cristianismo -la erradicación del paganismo, la matanza de judíos, la quema de herejes y brujas, las Cruzadas, las guerras de religión, el asesinato de indios y negros, así como todas las otras atrocidades (incluyendo los millones y millones de víctimas de la Primera Guerra Mundial, la Segunda Guerra Mundial y la larga guerra de Vietnam)-, uno tiene derecho a preguntarse, digo, si verdaderamente esta extraordinaria historia de crímenes no fue menos devastadora que la enorme mutilación moral y la viciosa educación por parte de esa iglesia cultivadora de las abstinencias, las coacciones, el odio a la sexualidad, y sobre todo si la irradiación de la opresión clerical de la sexualidad no se extiende desde la neurosis privada y la vida infeliz del individuo a las masacres de pueblos enteros, e incluso si muchas de las mayores carnicerías del cristianismo no han sido, directa o indirectamente, consecuencia de la moral. Una sociedad enferma de su propia moral sólo puede sanar, en todo caso, prescindiendo de esa moral, esto es, de su religión. Lo cual no significa que un mundo sin cristianismo tenga que estar sano, per se. Pero con el cristianismo, con la Iglesia, tiene que estar enfermo. Dos mil años son prueba más que suficiente de ello. También aquí, en fin, es válida la frase de Lichtenberg: Desde luego yo no puedo decir si mejorará cambiando, pero al menos puedo decir que tiene que cambiar para mejorar.


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jueves, 22 de mayo de 2008

El reino de las Idénticas




El reino de las Idénticas



Las mujeres suponen el único colectivo oprimido de nuestra sociedad
que convive en asociación íntima con sus propios opresores.

Evelyn Cunningham


Si allá por mediados del siglo pasado la mirada antropológica de Claude Lévi-Strauss, -hablando de las redes de parentesco- nos señalaba que el "principio de constancia" era lo que hacía que la supervivencia antropológica de una sociedad fuera posible, el rol de las mujeres en el mantenimiento y perpetuación de esas "constantes sociales" legitimadas no es para nada menor.



Y tales constantes, en casos muy ilustrativos para pensar la complejidad de la subordinación femenina, ubican a las que forman parte del colectivo femenino claramente como semianónimos signos intercambiables. El viejo estructuralista francés destacaba ya el 1949, para enojo de feministas como la querida Simone de Beauvoir, que "son los hombres los que intercambian mujeres, y no lo contrario". Y aunque no pretendía con esto justificar que las mujeres fueran meras fichas o símbolos (de hecho sostenía que las mujeres eran a su vez productoras de símbolos sociales, con lo cual las corría de un supuesto lugar de puros sujetos-objetos intercambio y nada más), las mujeres terminan siendo en determinadas estructuras culturales radicalmente patriarcales, sólo signos intersustituibles.



Mujeres-signos, que se canjean o se intercambian o se "pasan" de un tablero a otro dentro del mismo juego de inferiorización y sometimiento. Naipes de valor relativo, dependiendo siempre de las características del jugador que las tenga "en la mano".


Jean Paul Sartre señalaba los límites para el devenir pleno de una existencia que implicaba el “club tan restringido” que era la especie humana, club del que, obviamente las mujeres no formaban parte en épocas más o menos lejanas. Pero un club, del que aún hoy, en pleno siglo XXI tampoco forman parte en muchos lugares del planeta.

Que la modernidad y sus re-equilibraciones de derechos y emancipaciones, respecto de la condición femenina, no alcanzó a llegar a vastas zonas del globo no es ninguna novedad. La globalización ha puesto en imágenes y relatos la desigual distribución de los beneficios cívicos modernos. Y la circulación a nivel global de información también ha desenmascarado derechos incumplidos, falsedades democráticas, y ficciones igualitaristas.

Los bienestares por los que transitan las mujeres de países desarrollados parecen una película futurista si uno contrasta esas imágenes de vidas cotidianas femeninas en universos industrializados, con las imágenes “Otras”: las de una jovencita colectora de arroz en una aldea china, una mujer islámica dando a luz en condiciones infrahumanas, o una africana padeciendo de por vida las consecuencias inenarrables de la violencia de una clitoridectomía. El “club” de lo humano, aún parece tener entrada inaccesible para millones de seres. Pese a ser cosa del pasado el emancipacionismo como ola ideológico-política, lo que no es pasado y ni siquiera es presente son las deudas emancipatorias de género. Las mujeres se acumulan en una generosa mayoría dentro de esa masiva categoría de los/las “no incluídos/as”, "inferiorizados/as", "excluídos/as" del mundo del derecho.


Los muslims parecen saber bastante sobre este punto.


Y no adhiero a ninguna sacralización de las “diferencias culturales”, máxime cuando en nombre de la hoy tan discutible “correción política” del multiculturalismo se atenta contra la autonomía subjetiva. La multiculturalidad y el respeto por las diferencias como postulados “principistas” son profundamente rechazables si en la práctica tales principios impiden revisar, cuestionar y erradicar inferiorizaciones inaceptables mutilaciones corporales, malos tratos, o simplemente tratos “sub-humanos” por mera portación de género. Culturas como la musulmana producen y reproducen identidades cerradas, inmovilizantes, asfixiantes.

Identidades oclusivas, que cierran el paso de la voz femenina.
No hay voz.
Ni decir.
Y menos aún, desde ya, contra-decir.

Se trata de identidades sobresaturadas, cuyo objeto es no sólo moldear la subjetividad sino transformar a cada mujer en representante nítida y sin fisuras de los valores-creencias-ideas de esa sociedad a la que pertenece. Sin dudas, las identidades femeninas derivadas del patriarcalismo islámico son fuertemente sobrecargadas de exigencia en el sentido que se acaba de describir: cada mujer “representa” (debe y deberá) representar en sí y ante la mirada de los demás, al Islam.

Bien conocida es la postura de Michel Foucault en relación al poder: y sí, donde hay poder hay resistencia. Afortunadamente existen mujeres islámicas críticas de su propia cultura. Amorós las llama “islámicas Ilustradas” por estar poniendo en estos días las viejas armas de la Razón Ilustrada (armas ya tullidas y muy caídas en desgracia crítica para occidente ya, más no para otros constructor societales, un tema interesante para pensar…) a favor de discutir las condiciones antinaturales de la opresión de género.


Con cierto humor "británico" por cierto (las imágenes me las envió alguien que pertenece al isleño mundo cultural inglés pese a no haber nacido allí y a estar viviendo coyuntualmente en este "aquí" asiático, gracias Alex!!!) parte estas reflexiones es lo que intenta reflejar el juego de imágenes con que arrancó este post. Y las imágenes, en su tragicómica elocuencia, no hacen más que confirmar aquello que Amorós tan bien definiera: las mujeres, dentro de ciertos esquemas de sujeción, pertenecen lisa y llanamente al "espacio de las Idénticas"...



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miércoles, 21 de mayo de 2008

De como el "parecer" se convierte en "Ser"




De como el "parecer" se convierte en "Ser"



Todas las cosas fingidas
caen como flores marchitas
porque ninguna simulación puede durar largo tiempo.

Marco Tulio Cicerón
Escritor y orador romano



De la búsqueda de la eudaimonía (εδαιμονία) como ideal de vida tendiente a la plenitud, hemos pasado a ubicar como relevantes las superyoicas exigencias del madurar. O a entroncar hábilmente el ideal maduratorio como supuesta “puerta” de acceso a la felicidad. Dudo tanto de este falso ensamble tanto como dudo de la validez de las palabras de Cicerón: demasiadas cosas fingidas veo a mi alrededor, y no sólo están lejos de marchitarse, sino que se re-afirman en su arte simulatorio, irguiéndose más, mejorando el maquillaje.

Dejamos a un lado el “ser eudaimónico” como ser capaz de realizar su plenitud ¿Y a cambio? Y a cambio hemos tenido y aún tenemos que lidiar con el bienpensante y políticamente correcto “ser maduro” y sus ¿bondades? ¿recompensas? ¿bienes perecederos y no-perecederos?

Los juegos entre inautenticidad y autenticidad estan llenos de recovecos inexplorados e inesperados. Desbancar a la madurez como parte del juego de la inautenticidad es una tarea que, en principio, requiere de separar algunas frecuentes confusiones.

No se trata de reivindicar el egocentrismo infantil.

Ni de entronizar el consumismo enfermizo que solo va tras “llenar-llenarse-llenados”, y no quiere saber ni de esperas ni del posible valor de la vacuidad.

Tampoco se trata de re-acentuar aún más la tendencia social que valora la juventud corporal como irrealizable ideal de sí eternizador de las firmezas y potencialidades de los veinte años.

Ni se trata de un elogio desproporcionado hacia los perezosos y los parasitismos sociales con una excusa de dependencia siempre a mano para colgarse de alguna ubre que los ampare, alimente, vele, tutele sus existencias. Ese no es un inmaduro, ese es sencillamente un ser parásito, no un inmaduro.

Nada de eso.

Se trata de pura y sencilla constatación de nuestra humana condición de seres inmaduros. Seres neoténicos. Ya iré hacia la definición de “seres humanos neoténicos”.

La madurez suele ser estimada como el estado de cada individuo más ligado al equilibrio, la ecuanimidad, la independencia, la disposición adecuada de herramientas para lograr objetivos también valorados socialmente, la sensatez, la mesura, la capacidad reflexiva, el diálogo como arma ante los impulsos.

Incluso, la metáfora de la madurez suele aplicarse a situaciones que exceden al ámbito del Ser: así se habla sueltamente de “instituciones maduras”, “un sistema democrático maduro”, una “relación madura”, una “organización que ha madurado”, un país “en su madurez”, etc.

Madurar suele ser un estadío de los más valorado socialmente en cada etapa de la vida, se trate de la vida de instituciones, sistemas o seres.

Como meta, lo decíamos más arriba, suele ser infinitamente más valorada que la búsqueda de felicidad-plenitud (lógicamente, en culturas que saborean cada derrota del individuo libertario en pos de aportar al riacho de almas resentidas, fracasar en la felicidad o ni siquiera intentar ya buscarla, resulta algo “sospechosamente” más decididamente cercano a refugiarse en la seguridad de los deberes y obligaciones que a los placeres, y la madurez es parte del puerto en el que desembocan las aguas del resentimiento).

No logro ecuacionar plenitud y/o felicidad con madurez. Aún cuando la mayoría lee la madurez como una especie de portal hacia el ser feliz o pleno. Tal vez he tenido demasiadas horas de consultorio escuchando pacientes “maduros” lisa y llanamente infelices. O deprimidos. O desvitalizados. O sencillamente, fuertemente desesperanzados en el hallazgo de algo parecido a la plenitud.

Qué tristeza grande me produce escuchar frases del tipo: “-Es una niña tan madura para su edad”. Pobrecita -pienso entre mí- los derroches de infancia que está malogrando esa criaturita para hacerse merecedora de tal elogio a la normalidad! Qué pequeño ser ya cargado de instintos desencaminados de su exhuberancia, instintos plenos dados vuelta hacia adentro, hacia el saco del resentimiento!

Y cuántos maduros resentidos ha creado el ideal de “Buena” persona, “Buen ciudadano/a”, “Buen padre”, “Buena madre”, “Buen trabajador/a”, “Buen esposo/a”, “Buen sacerdote”, “Buen vecino”.

La madurez es un mandato tan viejo como la invención de los preceptos morales. Un mandato altamente legitimado por cierto y falsamente apuntalado en espejo con el crecimiento. Se crece, pero crecer o envejecer no riman con madurar. Maduran nuestros órganos, si con ello queremos decir que llegan a etapas de desarrollo acabado. Formas de la madurez en el mundo natural de los tejidos.

Pero madurar como ideal en la construcción de Sí, es una máscara en la que todavía creemos con fervor. Una máscara en el carnaval de las mentiras autoinvocadas en nombre de sostener desde el propio existir, una maquinaria de normalidad social que nos excede y nos limita al mismo tiempo. Una máscara que insistimos en atar a las caras de nuestros hijos mientras le decodificamos moralmente cada acto de obediencia o desobediencia adaptativa social.

-¿Cuándo vas a madurar?- le reclamamos a los jóvenes.

¿Desde qué supuesta jerarquía madurativa les exigimos esto?

Cada adulto esconde no muy bien una infinita cantidad de desequilibrios, dependencias, caprichos, egocentrismos, interpretaciones infantilistas, en suma, “inmadureces” ciegamente negadas. Pero en los adultos que ficcionan la madurez asumiendo en tal ficción que “ya han alcanzado la meta de volverse adultos”, lo que ha pasado es que la máscara se ha hecho ella misma carne-rostro, a tal punto que la mayor parte de estos seres autoconvencidamente y autoproclamadamente “maduros”…¡Verdaderamente creen que realmente lo son!

Probablemente saberse y creerse a sí mismo “maduro” sea el gran triunfo de una cultura decadentista que estetizó desde siempre la normalidad contra lo a-normal. Seguramente estamos ante una de las mejores mentiras auto-relatadas por la mayor parte de los humanos adultos cuando presentan sus “cartas de presentación” societal, y por ello, uno de los mejores ejemplos y más acabado de philautía. Una mentira que nos decimos a nosotros mismos por años y años. Un caso interesante de Vain-glory. Una jugarreta narcisista con la que muchos duermen cada noche de sus vidas, y a la que muchos también mueren abrazados. Después de todo, los cadáveres, también se hallaron lo suficientemente maduros como para morir.

De madurez se disfrazan hipócritamente los mediocres. Otros (los que han tenido algunas habilidades, o capacidades, u oportunidades mejores), incluso ciegamente creen –serios y posturalmente derechos- que “son” maduros, que han hecho de ese supuesto logro moral un acto ontológico. Para los más creídos en su propia madurez, incluso, madurar no es ni siquiera un modesto work in progress sino una rotunda meta de llegada a partir de la cual, finalmente, se Es adecuadamente maduro.

Mandato y ontología a los pies de la mentira.

Una vez más estamos en presencia de cómo el “parecer” se convierte en “Ser”.



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domingo, 18 de mayo de 2008

Madurar bienes, madurar males


Madurar bienes, y males



El inmaduro queda en una línea limítrofe entre el inadaptado y el excluído. El que se siente incapaz de madurar “en los mandatos”, o el que se sabe poco dotado subjetivamente para llenar algunos o varios de los ítems exigibles de la madurez, todos esos quedan en una suerte de espacio de rareza, e incomodidad.

El que acepta que no está en su camino la meta madurativa, desacatándose de los ritos, promesas y exigencias que ésta imputa a los adultos humanos, se arriesga a las claras de cargar con la maldición de ser un “Ni”.

Alma en pena terráquea.
Ni niño ni adulto. Ni libre ni desamarrado.

Ni atado ni en vuelo.

Ni adentro ni afuera.
Ni responsable ni rebelde. Ni. Ni padre ni hijo. Ni amo ni esclavo. Ni…


Si a
daptarse madurativamente fuerza a una negociación demasiado dura para con las propias pasiones y los deseos inllegados, des-adaptarse con respecto al moldeo que imponen tales mandatos madurativo-adultizantes puede provocar desde dolor a aislamiento, de incomodidad a desubicación. En este punto, la madurez representa una coordenada existencial tan consensuada que liga, une a lo social. Y por ende, decidir prescindir de ese mapeo que enumera tácitamente los “cómo cada quien debe transformarse en verdadero adulto” fuerza a inventar modos de ser más líberos, pero a la vez, más huérfanos de libreto.


El inmaduro, en tanto espíritu libre, anda en tránsito. No sólo transita, sino que su entera condición ontológica es sentida como una transición, un “andar de paso”, un nomadizarse.

Lógicamente, dado que el inmaduro tiene que alimentarse, vestirse, alojarse, subsistir, su inteligencia lo llevará a tratar de proveerse lo mejor que pueda de tales requisitos de supervivencia. Lo hará con mayor o menor éxito. Digamos que, se sedentarizará en lo que estrictamente deba sedentarizarse… para poder seguir en tránsito. La sedentarización (tener un buen empleo, es un ítem de la sedentarización por ejemplo) nunca será para un inmaduro un fin en sí mismo sino un modo de garantizarse la continuidad de sus nomadismos libertarios.


Salirse de esta coordenada pre-fabricada e ilusoria que es “madurar” es quemar parcial o totalmente el mapa de muchos deberes y obligaciones que se asumen “naturalmente” como imprescindibles para dar cuenta de nuestra correcta adultización. Esta actitud decidida de inhibir los efectos normatizadores de las rutas de la adultez moralmente aceptada, implica una cierta predilección y gusto por el armado de rutas singulares. Pero aún decididos, rebeldes, caprichosamente deseantes, y hambrientos de libertades para construirse a sí mismos, aún así -para variar- nadie garantiza éxito ni felicidad plena en la tarea de desmandatarse.


Como sea, la madurez exige del sujeto-sujetado una cierta toma de posición siempre facturada al individuo-libertario: se está con ella o contra ella. Y en ambos casos habrá que repasar decisiones acertadas, estrategias erradas, errores caros, golpes de suerte, pérdidas irremediables. La moral siempre exige que tomemos una bandera, que nos enrolemos en una de las filas, que escojamos entre uno de los dos términos entre los que distribuye en Bien o el Mal. Madurar, como parte de las estrategias disciplinadoras, es la aceptación de una serie de preceptos moralizantes.
En un adulto, la exigencia madurativa no es más que demostrar que se tiene la capacidad y disposición volitiva a poner la propia existencia bajo el comando de los deberes, aceptando poner el comportamiento-opiniones-creencias bajo la observancia y recomendaciones de las sagradas “tablas de verdad” legitimadas en el consenso social.


En consecuencia con todo lo anterior no puedo más que decir que la palabra “inmadurez” carece para mí de total significado y sustento como postulado para la construcción de Sí mismo. Esta invalidez de la dicotomía madurez-inmadurez me resulta altamente cuestionable, cuando no lisa y llanamente rechazable, cuando se la pretende aplicar a las vicisitudes del devenir humano.


Por supuesto que sí le cedo total potestad a la madurez como término para denominar la culminación de procesos naturales de crecimiento constatables empíricamente en el mundo de los frutos, los reverdeceres, las flores, los capullos. Observo allí con alegría, y no sin cierta inocente curiosidad estética renovada, los círculos que se empecinan en trazar los ciclos de la natura. Me lleno la vista y los sentidos de las diversas formas y resultados de las madureces botánicas: un naranjo pleno me deslumbra la mirada, una vid llena de pequeñas perlas verdes me sugiere rememoraciones de mi propia serenidad infantil, la blancura infinitamente prometedora de un pequeño jazmín parece no cesar de anunciar primaveras, un durazno infinitamente amarillo espera su estallido en sabores espectados. Pero en lo que hace a madureces humanas… nada o casi nada me despierta.


Una innata desconfianza a los parámetros moralistas que la rodean como mandato social me ha hecho siempre poner el término “ “maduro” ”, así, en un cuádruple entrecomillado que advierte mi escepticismo, mi crítica, mi rechazo, mi distancia.


Pero hay que admitir que el abrojo de la madurez como expectativa social e internalización aceptada de los deberes es uno de los que mejor salud goza entre los mandatos de ayer y hoy. Y las creencias asociadas a lo madurativo insisten -aún en medio de a fuerte crisis de valores actual- en presentar al “sujeto maduro” como un estado-meta óptima alcanzable en cada ciclo vital.


La meta madurativa debe demostrarse, sostenerse y re-editarse en cada etapa de la vida. Habrá así toda una serie ecuaciones particulares y expectativas asociadas respecto del ser “bueno” y ser “lo suficientemente maduro”, con sus respectivos premios asociados variables de acuerdo a la circunstancia:


Un merecido nuevo libro-chiche-juego-dulce para el “Buen niño=niño maduro”.
Una merecida laptop para el “Buen adolescente=adolescente maduro”.
Una merecida llave de auto nuevo para el “Buen jóven=jóven maduro”.
Un merecido marido prometedor y con futuro para la “Buena joven profesional y casadera=joven profesional y casadera madura
Un merecido ascenso y bonus anual para el “Buen adulto=adulto maduro”.
Un merecido nieto sonrosado y adorable para la “Buena señora de familia=señora de familia madura”.
Un merecido casi futuro retiro con buena cobertura médica para el “Buen señor entrado en canas y años=señor entrado en canas y años maduro”.
Una merecida habitación con TV propia en geriátrico confortable para el “Buen anciano=anciano maduro”.
Una merecida parcela en cementerio privado para el “Buen ciudadano fallecido maduramente”.


El que no ha sabido seguir las reglas y cuadrículas de la madurez, pues no degusta los frutos del Bien que aparece en recompensa. Poco importa si el precio a pagar por estos bienes vengan a veces con algunos “males” asociados: la anestesia del niño hiper-adaptado, el escapismo irrealista del recto adolescente, la doblemoral esquizoide del joven adulto, el desorden alimentario de la joven profesional casadera, el malestar cardíaco del adulto profesionalmente exitoso, la silenciosa frustración amordazada con antidepresivos en la señora de mediana edad
, la angustia ante el síndrome de “escritorio vacío” en el señor recién retirado, el gris repaso de la incapacidad para haber sido felices mientras se mira la TV en la sala comunal del geriátrico.


El Bien juega del lado de la madurez. ¿Juega del lado de la madurez?


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Ir y quedarse y con quedar partirse


Soneto 61
(Lope de Vega)


Ir y quedarse y con quedar partirse,
partir sin alma e ir con alma ajena,
oír la dulce voz de una sirena
y no poder del árbol desasirse;

arder como la vela y consumirse,
haciendo torres sobre tierna arena;
caer de un cielo y ser demonio en pena
y de serlo jamás arrepentirse,

hablar entre las mudas soledades,
pedir, pues resta sobre fe paciencia,
y lo que es temporal llamar eterno;

creer sospechas y negar verdades,
es lo que llaman en el mundo ausencia,
fuego en el alma y en la vida infierno.



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"Women and birds at sunrise" - Joan Miro

jueves, 15 de mayo de 2008

Contra la madurez


La inmadurez de los Espíritus Libres




Un repentino horror y recelo hacia lo que amaba,
un relámpago de desprecio hacia lo que para ella significaba “
deber”,
un afán turbulento, arbitrario, impetuoso como un volcán,
de peregrinación, de exilio, de extrañamiento, de enfriamiento,
de desintoxicación,
de congelación,
un odio hacia el amor,
quizá un paso y una mirada sacrílegos hacia atrás,
hacia donde hasta entonces oraba y amaba,
quizá un rubor de vergüenza por lo que acaba de hacer,
y al mismo tiempo un alborozo por haberlo hecho,
un ebrio y exultante estremecimiento interior que delata una victoria
-¿una victoria?
¿sobre qué?
¿sobre quien?-
Una enigmática victoria erizada de interrogantes y problemática,
pero la primera victoria al fin y al cabo:
de semejantes males y dolores consta la historia del gran desasimiento.

Friedrich Nietzsche
“Humano, demasiado humano” - Prefacio




Jamás he podido creerme nada acerca de la madurez, ni como un valor en sí, ni como estado o meta virtuosa por conquistar, ni como podio que corone el proyecto vital de adultización que acompaña al crecimiento.

No creo en “alcanzar la madurez”.

Y jugando con las palabras, no creo que alguna vez vaya a creerme el sublime cuento del deber que reza que “hay” que alcanzar la madurez.

Por mi parte, no he madurado.

Ni pienso hacerlo.

Asentarse, “sentar cabeza”, me sabe a triste decaer de la fuerza de las pasiones. Juiciosa prudencia ante la exhuberancia de propuestas y senderos desconocidos que ofrece la vida. Condena a somnolencia de los deseos más preciados, más voluptuosos.

Ni en sueños maduraría. O sí, tal vez en mis sueños hechos de desagradable material onírico pesadillezco, ahí puede que esté dando vuelta entre madureces temidas como tenazas gigantes, ahuyentadas como cuervos negros ante mi cadaver, madureces vueltas a aparecer como frutas podridas golpeando mi puerta, como venenos que se ofrecen tambien en la vitrina de falsas delicias prometidas durante esta travesia que consiste en estar vivo.

La madurez es una creencia. Una muy particular, una fuertemente legitimada. Consensuada. Aceptada. Y por ende, exigida. Impuesta. Auto-impuesta.

La madurez no pertenece a mis creencias. No forma parte de mis relatos.
Digamoslo asi: ando des-relatada de madurez, desnuda de madurez.

Y no se trata de que la madurez, por no haberme acontecido ella, me vaya a quedar como cosa pendiente en este deambular existente. No está pendiente, ni me quedará pendiente. Lejos bien de ello, la he echado a rodar por su propia pendiente. Y la veo ahora, así, distante de ella, y ella de mí, como un canto rodado que se acumula abajo, en las laderas de las moralidades deshechables.

No le creo ni a la madurez ni a sus relatos, ni a sus prolijos relatantes.

Menos aún les creo a los que ajustician a sus prójimos de acuerdo al madurómetro, evaluando “cuan madura” ha sido determinada acción o “cuan poco maduro” tal despreciable comportamiento. Los jueces de la maduración establecen grados, rechazos, prescripciones, además de manejar el lenguaje de los lamentos conservadores desde el púlpito moral, y disponer de la distribución de culpas y sanciones a los heréticos de la madurez.

No creo en ideal alguno de madurez. Pese a que tengo que reconocer que “Ser maduro” forma parte de los ideales más potentes del discurso de la subjetividad.

Dentro de los pares dicotómicos morales, la madurez es el supuesto término valorado en su positividad, mientras que lo inmaduro vendría a ubicarse como el negativo dis-valorado. La expresión “madurez” no me representa más que el modo de revelar un valor societal tendiente a la domesticación y moldeo uniformizante.

El clamor que exige el imperativo -Madura!!, no es sino un caso entre otros a través de los que se manifiesta una cierta voluntad biopolítica y una necesidad organizativa de rebañización. Madurar para un sujeto es, primordialmente, enviar las señales sociales que anuncien que se ha comprendido y aceptado el “relleno simbólico” con que cada cultura llena su libreto de valoraciones. Una vez que este libreto ha pasado al registro conciente, se debe demostrar a la autoridad (padres, maestros, jefe, nación, Dios) que se han de aceptar los deberes que allí se transfieren, y dar fe con el propio comportamiento y decisiones de que se es capaz de poder lidiar con las obligaciones. La demostración de “madurez” no sólo es un acto para los otros-autoridad, sino que se trata de un acto en que el sujeto se evalúa a sí mismo de acuerdo al ideal internalizado. Se muestra madurez a los otros, y se prueba la madurez al impiadoso juececillo que es uno y sus férreos ideales.

En nuestro universo cargado de interacciones gregarias, madurez es adecuación social. Y esto implica esforzarse por “calzar” en el diseño productivo-cultural. Todo este complejo proceso de acomodamiento a los discursos del orden y sus prácticas concomitantes no resulta gratuito para nadie. E incluso, en este impresionante forzamiento del individuo para garantizarse la inclusión a su mundo circundante, el precio a pagar es ni más ni menos que el dejar decaer muchos aspectos de nuestra vitalidad, de nuestra jovialidad.

La paradoja de madurar es que negarse a hacerlo (esto es, rechazar la madurez como ideal y cumplimiento) nos puede excluir dolorosamente de la norma, de los otros significativos. Y esto duele, porque si nos apartara de los “otros in-significativos” no sería gran problema lidiar con ello, el asunto acá es que el des-adaptado inmaduro es juzgado por lo más amado cuando de alguna forma más o menos manifiesta hace saber que no puede-no quiere seguir los mandatos normatizados. Los padres, la maestra, la esposa, la pareja, incluso los hijos, pasando por los agentes del orden, o los sucedáneos y herederos de la casta sacerdotal, le harán sentir el rigor del juicio de valor adverso. Lo más amado da la espalda al inmaduro confeso que decide dejar de jugar con las cartas marcadas de la hipocresía y abrir una nueva mano desde el sincericida escenario de la autenticidad de “ser quien se es”.

Cuántos honestos “optadores de la inmadurez” intentaron abrir a tiempo los barrotes de las mentiras adaptativo-sociales a través de sincerarse parrhesiásticamente con sus otros significativos, y terminaron volviendo a la jaulita con la cabeza gacha dado el costo descomunal que se le hace pagar amablemente (digo, costos simbólicos que provienen de los seres que los aman, técnicamente al menos) al que pretende desatar su deseo del poder. En desasimiento de los encadenamientos no es asunto sencillo de encararse, como se va pudiendo observar.

La inmadurez tiene algo de sagrado: protege nuestros “Noes”.

Algunos de los últimos “inmaduros” noes que he estado escuchando por ahí, en los pasillos de las interacciones en los que se oyen mitad quejas, mitad anhelos amordazados son: No formar pareja estable, no querer casarse, decidir no tener hijos, no trabajar en un empleo gris, no saber ni querer ser monógamo, no querer compromisos largoplacistas vincularmente hablando, no querer “tener un título” en una carrera jerarquizada socialmente, no resolver la complejidad identitaria en ninguna de las sexualidades pre-textuadas, no poseer credos religiosos ni aceptar participar en prácticas provenientes de los mismos, no querer continuar en un proyecto que parece seguro y conveniente, no seguir fórmulas sociales cuando se espera que se las siga, no dejar de ser egoísta, no educar hijos bajo parámetros normatizados, y tantos otros modos de hacer saber que se poseen “Noes” sagrados forman parte de algunas de las inmadureces que discursivamente recuerdo en este momento. Contravenir la madurez, de todo modos, es bastante más que “decir” en medio del pataleo, la bronca o la rebeldia. El discurso inmaduro puede terminar inofensivamente siendo netamente eso, apenas palabras acompasando debilmente sentidos no muy radicales que logren sostener la inmadurez en acto que persista, marque, resista. Y así… cuantas "inmadureces declamatorias" terminan en el tacho de residuos de las batallas perdidas, no ya contra la sociedad, sino en las batallas simbólicas privadas que se pierden medio voluntariamente para “conservar-retener” vínculos que se aman y se necesitan. Ocasionalmente el ser humano suele ser un pésimo y patético negociador con respecto a sus deseos más intensos, y las inmadureces que acaban en el tacho del recuerdo lo prueban.

Lo amado. Lo amado tiene voracidad de madureces... vaya asunto!

No en vano Nietzsche, hablando de la “enfermedad de las cadenas” menciona la tremenda tarea de los Espíritus Libres, tarea de “curación” consistente en aprender a dar la espalda a la propia tierra, los padres, lo más amado, pues aún en lo más amado hay solidas cadenas capaces de hacer enfermar de resentimiento. En el inmenso prefacio de “Humano, demasiado humano”, nos señala con lucida dureza sobre este punto:


-Antes morir que vivir aquí,
así resuenan la voz y la seducción perentorias:
¡y este “aquí”, este -“en casa
-
es todo lo que hasta entonces había amado!


Dar la espalda a la seducción de ciertos “aquíes” esclavizantes.
La inmadurez mucho tiene de terco Espíritu Libre.
Mucho.

Su sabor.
Su dedo apuntando a los “aquíes”
y sus calamidades.
Su horizonte de “allíes” inventado intrépidos destinos.
Mucho de sentido de la distancia.

Su elevación.
Su complejo despliegue de alas.

Mucho de des-enfermarse. Y de posibles recaídas.

Hay en los Espíritus Libres mucho de jovial inmadurez.

Su invitación a olvidarnos de nuestro Sí mismo apegado a la mochila cargada de pesadas piedras-ideales.
Mucho de afirmación de la singularidad.
Inmaduros espíritus libres, peligrosos por donde se los mire, pero en principio peligrosos para sí mismos.

Los inmaduros. Los Espíritus Libres.
Tránsitos. Ontologías transitorias. Ontologías de lo tentativo. Tránsitos.
Ambos como una sola gran posibilidad de desmentir líneas rectas en rectas vidas de utilería. Ambos negándose con uñas y dientes a llevar vidas de papel maché. Tránsitos cuyas pisadas se apoyan inseguramente en la rugosa textura de un camino escarpado.

Peligros ontológicos en estado de convalecencia. Sin cura. El inmaduro no tiene “cura”. Tampoco la tiene el Espíritus Libre si por curación entendemos a un punto de llegada nirvánico que nos ponga en suspensión por encima de los desafíos, los rigores de existir a sabiendas del vacío, colgados, evitando anestesiadamente la tensión de “habitar”.

Peligros. Peligrosos.
Pero también la esperanza que viene junto al desprecio de las obediencias desvitalizante
s.

Y más.


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Photo from: http://www.flickr.com/photos/sergioblanconegro/2457209414/

miércoles, 14 de mayo de 2008

Un senso... un senso non ce l'ha



Mañana llegará, mañana otro día llegará...




Llueve en Bangkok, llueve y llueve y llueve.
Hojas verdes levantan un furioso vuelo monzónico.
Las nubes henchidas cumplen con su ciclo haciéndose agua. Agua.
Calles mojadas. Alguna inundación circunstancial. Vientos. Gotas. Agua. Agua.

Pasa Nargis y su ojo mortecino de ciclón por Myanmar, robando vidas en Rangun. Simples vidas ribereñas, vidas precarias al borde de los bordes. El iracundo Nargis pasa y se lleva la única posesión de los birmanos pobres: sus vidas. Vidas en manojos arrebatadas de la tierra, cientos, miles, miles y miles. La despótica Junta que gobierna desde 1962 mira para otro lado. Militares, militares.

Poco después la tierra se sacude sus tectónicas entrañas en Sichuán, China. la tierra se parte y sepulta, derrumba, demuele. Sichuán agita desde su epicentro al resto de Asia. Asia siente el eco telúrico de la agitación y sus cuatro réplicas.

Por ahora (por ahora) en Bangkok, solo llueve tercamente.


Hoy por la tarde, increíblemente con mi conexión Wireless oscilante al borde de arrebatarme la paciencia para siempre, logré bajarme la canción de "Non ti muovere", una pelicula de hace unos dos años con Penélope Cruz en un rol infernalmente dramático, tremenda, tremedísima. La música de la película es bellísima, casi demasiado para día de lluvia y bajón. Demasiado. La canción es fatal definitivamente. Y el italiano Vasco Rossi pone su voz madura a disposición de esta letra que gira su potencia pivoteando en el dolor que nos produce saber que por más que cada tanto querramos hallar un sentido a ciertas cosas, no lo tienen. Sinsentido. La letra está en italiano, no me animo a traducirla. Quizá no me atrevo por varias razones, pero sobre todo porque es bastante transparente para captarla desde los sentidos. Quizá porque me sentiría medio criminal despojámdola de la fuerza original que le da la lengua italiana. Quizá no me animo porque sería un exceso de símbolos tratar de desgajar su unidad en trocitos de palabras con otros sonidos. Llenarla de ruido, eso sería. Igual la música es tan poderosamente armoniosa con la letra cantada en italiano, que justamente esa visceralidad "no tiene sentido" de ser traducirla. Es de esas canciones que hay que traducirla sólo con los sentidos abiertos, nada más, guardar el diccionario bajo llave, sería un crimen musical reinventarla en otros signos que no le son propios.

Y me quedé... en piel.

Será la lluvia que me pega en el ánimo, húmedamente.
Será mi sangre tana que me com/pone pasionalmente hacia la fuerza tanto como parece des/componerme cada tanto hacia la mancha insegura que dibuja mi propia pasionalidad entristecida.
Será algún enfrentamiento al centro del sinsentido de la vida lo que no logro acomodar en la garganta estos días.
Será alguna muerte por acontecer en segunda persona, muerte temida y que me respira medio cerca medio lejos.
Será que en verdad será que no sé qué es.
Será una rodada en el sinsentido nomás. Nomás.
Será una más.



Un senso / Vasco Rossi



http://www.youtube.com/watch?v=upY_ZZtwYs4



Voglio trovare un senso a questa sera

anche se questa sera un senso non ce l’ha
Voglio trovare un senso a questa vita

anche se questa vita un senso non ce l’ha
Voglio trovare un senso a questa storia
anche se questa storia un senso non ce l’ha
Voglio trovare un senso a questa voglia
anche se questa voglia un senso non ce l’ha
Sai che cosa penso
che se non ha un senso domani arriverà...
domani arriverà lo stesso
senti che bel vento
non basta mai il tempo
domani un altro giorno arriverà...
Voglio trovare un senso a questa situazione
anche se questa situazione un senso non ce l’ha
Voglio trovare un senso a questa condizione
anche se questa condizione un senso non ce l’ha
Sai che cosa penso
che se non ha un senso
domani arriverà domani arriverà lo stesso
senti che bel vento
non basta mai il tempo
domani un altro giorno arriverà...
domani un altro giorno... ormai è qua!
Voglio trovare un senso a tante cose
anche se tante cose un senso non ce l’ha



PD: Antes de este resbalón en las grisuras de la vacuidad, venía ligerita de aquipaje pensando en las conexiones evolutivas posibles entre bonobos y humanos mientras escuchaba mis favoritas de Deep Purple... y patiné en los sentires y me fui bien al carajo. Sucede.

PD2: La foto del megarcoiris es exactamente lo que veo desde mi departamento en las alturas cuando la lluvia cicatriza el cielo con colores curvos.
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viernes, 2 de mayo de 2008

Orientaciones para una posible vida epicurea



Orientaciones para una posible vida epicúrea



Como el amigo ama al amigo
yo te amo vida enigmática,
haya exultado en ti, o haya llorado,
dolor o dicha me hayas dado.

Te amo a ti y a tus penas
y si debes destrozarme
me desprenderé de tus brazos
como del pecho del amigo se desprende el amigo

¡Con toda mi fuerza te abrazo!
Que tus llamas me prendan,
que aún en las brasas de la lucha
siga adentrándome en tu enigma.

¡Ser milenios! ¡Y pensar!
Cobíjame en tus brazos:
si ya no puedes regalarme dicha
sea -aún te queda el dolor.


“Oración a la vida”
Lou Andreas-Salomé



Algo del saber práctico que sostuvieron las ideas-escuelas-corrientes postaristotélicas parece ser digno de tenerse en cuenta en estas épocas de no poca desorientación existencial. Pese al aporte que algunos de los pensadores de tal período pueden incorporar positiva y constructivamente a nuestras cavilaciones diarias, sería importante desde ahora mismo tratar de evitar que algunas de las búsquedas de ideas prácticas interesantes a recuperar de aquellas épocas pretéritas terminen transformándose en “ideales” u-tópicos, a-tópicos, o dis-tópicos.

Quisiera abrevar un rato en derivaciones a las que conducen epicúreos y escépticos, estoicos y cirenaícos, cínicos y megáricos. Me gusta pensar en que algunas de sus enseñanzas son “síes”, síes prácticos. Pequeñas luciérnagas que desde el intelecto sensualizado y voluptuosamente deseoso de saberes, ponen algo de luz en el camino. Luces discontinuas y pequeñas, pero portátiles y ágiles. Luces de ideas como vibraciones de vitalidad. Aunque también severamente incomodantes para el ojo que gusta de invidencias y acomodaticias oscuridades. Titilantes destelleos para no renunciar a vivir mejor en medio de una caotización que nos sujeta y limita poderosamente el poder de subvertir(-nos) y nos hace padecer diversas bridas de nitida vocación silenciante.



¿A qué le diría un rotundo “ práctico?


, a cierta y relativa idea de autocontrol, sin que éste derive en parálisis, y sin que anule la vitalidad que aporta el -relativo también- desborde dionisiaco. Desbordarse recuperando la continencia. Contenerse perdiéndose en algunos desbordes.


, a transformar en actividad meditativa el cada vez más poco (o coyunturalmente mucho, depende de cómo nos “peguen” las cambiantes condiciones de vida) tiempo ocioso disponible. Pensar meditativamente, darnos lugar al ocio productivo de practicar la actividad especulativa.


, al adueñamiento de sí mismo, incluso bajo el precio desenvolver lenta pero firmemente la madeja singular de un modo de vida contracorrentoso con respecto a los decadentes modelos naftalineados que nos ofrecen nuestras ajadas y enfermizas polis.


Si, a sacudir el engaño mayúsculo de nuestra época: la democracia. La democracia, mal que nos duela y no querramos admitirlo, es también un sistema de creencias viciado -pero paradojalmente legitimado a su vez- a traves del uso y circulación de sus “falsas monedas” de valores moraloides. Democratizar supone categorizar como “Bien social” los valores políticos que nacieron con las costumbres, la economía y la moral de vida burguesa. Democracia es un modo biopolítico de reasegurar un sistema de grandes creencias en… mentiras. Mentiras políticamente correctas que, al menos yo en lo particular, prefiero muy por lejos a las dictaduras, los golpismos, los fascismos, los terrores de derecha e izquierda, la ignorancia y semibrutalidad militar, o los teócratas (sean estos talibanes o budistas). Pero esta preferencia por lo democrático, es una mera preferencia funcional a falta de otro sistema que pueda mano a mano disputarle a los mentirosismos estructurales del discurso democrático su disminuida hegemonía. Sí, a revisar de cabo a rabo que se trajo desde antaño la máscara del mentiroso “contrato social”, y sí, a no temer de una vez a deconstruir los discursos democratistas políticamente correctos, los que aún hoy sugieren embustes tales como la igualdad y la justicia.


, a desenmascarar las formas posibles de coerción sobre nuestra libertad que ejercen y han ejercido “todas” las malditas religiones existentes. Sí, a desembarazarnos de los hilos que nos titiretean desde la culpa, sí, a denunciar los mil modos que posee la fe y “Verdad” religiosa de transfigurar el remordimiento y la culpa en vergüenza social, terror psicológico, o castigo moral. Sí, a ateizar la vida pública en sus múltiples aspectos. Sí, a debatir el mal religioso con las armas de la filosofía crítica y la ciencia.


, a la invención de una nueva concepción de individualidad. Sí a la recuperación de lo íntimo, desde una nueva configuración de “a qué llamamos intimidad” en la que tenga amplia cabida el pathos de la distancia tanto como el coraje de "reservarse" a si mismo.


, a soltarnos de los garantes societales de nuestra identidad, sí a saborear la inseguridad ontológica, sí, a reformular los cimientos de una nueva idea de autenticidad.


, a la felicidad autárquica, que defina abiertamente, sin demasiado parámetro previo pero desde una ética hedonista, en qué consistiria para cada quien una vida feliz.


, a desarrollar, promover medios y metodologías subjetivas ataráxicas, que colaboren en bajar la perturbación excesiva, la intranquilidad anímica, que hagan caer los niveles demenciales de “aceptación de la presión”. Y no digo con esto retirarse de los desafíos -y la presión que éstos trae aparejada- sino a no entrar en los callejones insanos de vivir como inmersos en una caldera a punto a reventar.


, a la selectividad de los deseos. Sí, a renunciar a los “deseos en combo”, esos que decimos son “nuestros deseos” cuando en el fondo no se trata más que de mandatos, o performaciones deseantes ya armadas desde la demanda del engranaje social. Entran en este punto, la pregunta acerca de deseos radicales y poderosos tales como acumular dinero o poder, vivir en pareja, tener hijos, ser exitoso, formar una familia, etc.


, a cierto grado lúcido y egoísta de autosuficiencia (la cual no es lograble en todos los campos, digámoslo ya de paso), y sí al aferramiento del valor primero e irrenunciable que es nuestro forjable “sí mismo”.


, a hedonizar y hedonizarse. Sin dañar, sin dañarse. Y si esto último fuera casi imposible de respetar plenamente por causa de las dinámicas complejas que adquieren los intercambios subjetivos, al menos establecer un alerta rápido y efectivo ante la posibilidad inminente de dañar ser dañado.


Sí, al rotundo presente como único tiempo en el que han de concebirse el despliegue sensualista de los placeres de la carne. Sí a beberes y comeres, a sexo y danza, a risa y charla, a descanso y pereza, a la cultura física y la belleza, a ciertas drogas y sus usos terapéuticamente placenteros.


, a la empirización de la vida, a la celebración de los sentidos con todos sus dichosos errores y míseras miopías. Sí a lo que captura impura e inobjetivamente nuestra sensorialidad, siempre y cuando demos un tiempo y lugar equilibrado a nuestra racionalidad para que nos haga saber “qué juego estamos jugando”, pero sin que esta significación e interpretación racional nos haga salirnos del juego… sino jugarlo mucho mejor!!!


, a las cartas que nos toquen jugar (puesto que casi siempre se nos reparten sin opción a cambio), sabiendo que no podemos trocarlas por otras mejores, pero teniendo en cuenta que está en nosotros cómo jugar mejor la mano actual.


, a aceptar el conocimiento (de los entes, del universo, o de sí mismo) como un proceso infinito e inacabado que reclama de nosotros nuestro lado más activo, irreverente y curioso. Sí, a saber de antemano que conocer es placer, pero por el emparentamiento que existe entre conocimiento-sensaciones-sentidos, también conocer es dolor. Sí, al placer y al dolor como orientadores y direccionadores privilegiados con los que contamos para tactar hacia dónde será bueno o malo actuar (digo acá bueno o malo y no Bien y Mal, no siendo ésta una mera disquisición de términos sino toda una apuesta a la ética más allá de la moral).


, a saber que del dolor aprendemos tanto como de nuestro mapa de placeres. Y sí también a estar atentos a la evitación del dolor y a la promoción de los placeres como mejor modo de garantizarnos intercambios compositivos con los demás.


, a “ser pleno cuerpo”, y desde allí a desmontar, re-designar y re-semantizar la noción de interioridad y de alma, teniendo en cuenta que interior e exterior es una dicotomía caída pero aún perdurable en el imaginario social. Y con respecto al alma, bueno, me resulta poco feliz e insuficiente declarar que si todo es materialidad, el alma no sería más que una forma de la materia que adviene con ella y perece con ella, con lo cual sólo me queda por pensar y sostener en borrador que decir alma es decir materia y por esto mismo la propia palabra “alma” seria completamente innecesaria. El punto aquí es que somos cuerpo, impulsos nerviosos, juego caótico de fluidos, agua, sólidos, materia-materia-materia… léase, átomos combinados que emergen, se configuran y nacen juntos y finalmente decaen, se desintegran y mueren juntos.


, a trabajar sobre los miedos, esos impertérritos carceleros de nuestros devenires. Superar a los dioses monoteístas y sus generosas daciones de miedo. Superar los miedos infantiles que nos mantiene en la cárcel neurótica de nuestras novelas familiares de origen. Debilitar al máximo posible la vigilancia de la mirada social (encarnada en falsas ideas de autoridad). Ir más allá del sufrimiento, no para negarlo, sino para aprender que éste es pasajero e impermanente como el placer y la alegría. Perder el miedo al dolor e incluirlo dentro del ciclo de oscilaciones entre lo viviente y lo muriente.


Si, a aceptar la cesación del otro y la propia. Sí, a la muerte por constitutiva de la vida. Sí a la finitud de lo que somos, pues se trata de una inevitabilidad absoluta. Sí, a la muerte propia como experiencia final de la que no seremos testigos, y por ende, como experiencia que carece de simbolismo posible pues escapará a la conciencia cognoscente. Cuando la muerte llegue, no estaremos ya ahí. Y por esto es que el posible afirmar que, si el sentido de la muerte nunca podrá establecerse pues no podremos dar cuenta sensual-empíricamente de ella cuando acaezca, sólo tenemos este irrenunciable y eternizable presente para hacer de él y con él nuestra experiencia de la vida.



La muerte es una quimera:
porque mientras yo existo, no existe la muerte
y cuando existe la muerte, ya no existo yo.


Epicuro de Samos
(Gargeta, 341 aC – Ática, 270 aC)

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