miércoles, 16 de abril de 2008

Solos y solas: el arte de apuntar al placer



La soledad como posible placer


El hombre solitario es una bestia o un dios.

Aristóteles


De algún modo gozar es apuntar las embriagadoras flechas de deseo hacia la diana de un eterno retorno de lo placentero, claro que a veces la flecha vira en dardo a nuestro pesar, y dañamos o nos dañamos a nosotros mismos, incumpliendo el mandato de Chamfort. Inclusive hasta sacando la saeta adecuada y teniendo el arco en la tensión justa, tampoco hay mucha garantía de dar en el blanco. Es un arte. O más, un arte interminable de aprender. O más aún, un arte que compromete más desaprendizajes que aprendizajes en sí mismos. De hecho todos cargamos en el contable de nuestras relacionalidades efectivas-eróticas-amorosas con tiros errados, ballestas quebradas imprevisiblemente, flechas lanzadas a destiempo, aunque afortunadamente también, sublimes disparos tan maravillosos e inolvidables que nos pusieron por un rato -excelso rato por cierto- en ese ilusorio centro narcisista en que Eros y Afrodita llevan en andas a los amantes satisfizos de placer.


Pero el tirador, falible o casi mágicamente certero, siempre es un tirador solitario. Y es que de la soledad partimos a los placeres, y en soledad también los rememoramos con la cabeza contra la almohada por las noches. Solos. Solas. En soledad aparecemos en un útero que nos cobija durante acuosos meses, y en soledad todos hemos coronado nuestras cabezas presionadas contra la puerta el mundo que se abría dolorosamente entre las piernas de nuestras madres. Llegamos solos a este existir, y solos partiremos algún día impronosticable. En soledad soñamos. En soledad nos aprendemos a habitar a nosotros mismos. Así, el erotismo es una red que requiere de lo íntimo y solitario de un sujeto. Incluso cuando estamos cruzando sudorosamente nuestros cuerpos con otro, todo lo que cuenta como resonancia placentera forma parte de los registros de Ese sujeto. Sí, amar es una composición, desde luego. Pero el registro de esa composición está armado con los compases íntimos de cada uno de los allí enredados sexualmente. Y la recopilación y desciframiento de lo que el otro ha hecho o quiere, o demanda, o entrega es siempre una decodificación íntima. Incluso esa decodificación de lo que el otro pone en dación o solicita eróticamente es tan, tan íntima, que el sujeto tiende a malentender, interpretar incorrectamente o descifrar simbólicamente de manera equivocada lo que el otro está poniendo en juego en el encuentro erótico.


Y la metáfora del arco y la fecha, además de muy cara a los dioses de la erótica y el amor, es bastante acertada para pensar los juegos circulares en los que se enrollan el deseo, los placeres y los modos del gozar en cada ser. En ese entrelazado la noción de eterno retorno de lo mismo-diferente en sentido nietzscheano tiene quizá algo interesante que aportarnos. El deseo, el placer, los goces son todos ellos experiencias ligadas fuertemente a la lógica del eterno retorno. Quien goza vuelve a lo mismo, o procurará retornar a lo mismo, a sabiendas de que esa “mismidad” es y no es tal, pues se halla siempre envuelta en lo diferente. Buscamos repetir lo mismo (pues allí “sabemos” -en términos sensibles- que hubo garantía de placer), pero ese mismo en el que se regodea el goce y al que se quiere retornar, no es ya un existente propiamente dicho: no es posible bañarnos dos veces en las mismas aguas del río del placer, heracliteanamente dicho. Por un lado porque el sujeto del deseo está en constante inconstancia, pierde su centro racional más seguido de lo que admite, y está sujetado no sólo a las efervescencias de su inconciente sino a toda una bioquímica de las sensaciones entrelazada con una neurobiología cuyos oleajes bien desconoce su enmagrecida conciencia. Por otra parte, la ley de la impermanencia se adueña tanto del sujeto deseante como del supuesto “objeto” proveedor de placer, y esa misma ley al mismo tiempo legisla sobre las circunstancias contextuales que tienden a cambiar irremediablemente. La máxima del filosofo de Éfeso torna imposible cualquier “promesa de reeditar” calcadamente la satisfacción ya alcanzada alguna vez.

El punto aquí es que esta búsqueda de la repetición la lleva adelante un sujeto sin centro, altamente sometido a inestabilidades en parte somáticas y en parte inconcientes, un ser cuya identidad es nítidamente heterónima, y cuyo objeto que presume lo complacerá está sujeto a las mismas condiciones de impermanencia que él mismo. Estas configuraciones en las que el deseo se mueve, irrogan un territorio tal en el que producir una replicación del placer es real y prácticamente una a-topía. Con suerte, en su insistencia, el deseo halla fractales de placer, fractales de objetos de placer, y goces fractales de otro goce ya elaborado.


Advertidos de que hallar lo placentero tenido-perdido es atópico, muchos prefieren quedarse en un suspenso con respecto a “emparejarse”. Solos. Solas.


Repetir lo placentero, no es propiamente una repetición, sino una experiencia de fractalización. Y nuestra búsqueda deseante nos termina llevando a un auténtico más allá del placer, más allá de nuestra voluntad de repetir, más allá del objeto proporcionador de placer, más allá de nosotros, más allá de La Identidad unaria. No podemos repetir fidedignamente. En tal sentido somos todos poetas de nuestro deseo, somos todos plagiadores de nuestras mejores vivencias de placer sexual. Y desde este punto de vista -si es que estamos buscando una reiteración de la supuesta satisfacción primaria cercana a la plenitud- la mayoría de las veces nos damos de bruces contra lo real-diferente. Si era en lo mismo en donde dejamos adherida nuestra huella de placer, lo diferente en tal sentido representa un desafío de inclusión psíquica y de desaprendizaje erógeno como precondiciones previas que quizá -no siempre- permitan investir de libido esa otredad radical que llega bajo el ropaje de “lo novedoso”. Diferencia, en este esquema buscador de lo idéntico es el nombre que toma la potencial liberación de los aspectos enfermizos de la repetición, es el nombre con el que el sujeto, de atreverse, podrá poner en su voz y su cuerpo el sagrado “No” del león del que habla Nietzsche en sus tres transformaciones. Persistir en repetir, en seguir intentando encontrar lo idéntico perdido es el otro modo de nombrar a la enfermedad de las cadenas, esa que nos vuelve siervos de la decepción y nos arrodilla ante las pasiones tristes. Contra estas posibilidades, la soledad vista en su positividad es una indudable apuesta que está más cerca del “No” sagrado de la sana arrogancia que del “Sí” doliente de la mansedumbre de cabeza gacha.


Pero aún recepcionando en la apertura del deseo a lo diferente inexplorado que nos pueda deparar la indefinición del porvenir, seguimos sin garantía de dar en el blanco. Más de una vez nos sentimos con el arco en la mano sin saber para donde apuntar, incluso, si es que deberíamos apuntar. En esta incertidumbre, sucede que bien podemos seguir solos pese a estar en completa disposición a la compañía erótico-efectiva.


Probablemente la única corrección voluntaria y conciente que puede intentar realizarse ante esta alta probabilidad de frustrarse frente a la dificultad de alcanzar high-pleasure, es abandonar racionalmente toda expectativa de reiteración de lo que ya ha acontecido. Lo que pasó ya no nos pertenece, apenas si contamos con ese rayo breve al que llamamos “presente”. Pero en verdad es con lo único que contamos. Ese habiente real que es nuestro “hoy” es tan singular y abierto como irrepetible y tendiente a la cerrazón es lo que ya ha pasado. Hace poco en una entrevista a Norman Briski éste decía que cuando uno no espera específicamente nada, entonces sucede algo. Suena oriental, pero probablemente haya algo de cierto en esa curiosa idea. Y soltarse a la imprevisión de lo que acontezca con el mínimo equipaje posible del pasado facilita la “ocurrencia” del placer en la diferencia. Aferrados de manera esclavizada a las mortajas del pasado ya acontecido lo diferente aterra, asusta, genera miedo e incluso rechazo. Mantenerse en esta dimensión obtusa de abrazos necrofílicos hacia lo ido no sólo nos cierra existencialmente sino que nos enmohece el respirar, malamente. Tal vez lo implanificado diferente nos regale una experiencia intensa, quién puede negar que tal vez esa pequeña pero probable situación placentera acaezca por causalazar (un neologismo que me inventé como solución de compromiso conceptual pues no logro tomar total posición hacia la causalidad ni totalmente hacia el “azarismo”).


Pero para estar abierto en serio a esta opción desde lo diferente hace falta cierto tiempo cultivado a solas. Hay que sacudirse mucha pestilencia resentida, remover las aguas estancadas de la repetición, hay que barrer mucha costra de tendencias al “autosufrimiento”, espantar la inercia a tomar decisiones mediocres, hay que vaciar a diario el cubo de basura culpógena, y juntar corajes varios para romper los variados grilletes que nos mantienen adheridos a tonos grises. Pero este programa deseante-libertario es, por lo menos, además de una aventura a la que hay que lanzarse solitario y desnudo, vertiginoso. Y la mayoría tiene pánico a la altura, o poca experiencia tomando dramamine…

Claro está que uno no anda siempre con los ánimos en estado liberto, las energías altas escasean en tiempos de cansancio laboral, las pendientes inestables en las que patinamos con nuestros skateboards financieros nos hacen emplear demasiado tiempo en subir y bajar y subir otra vez las pistas-superficies curvas de las sacudidas económicas, y la capacidad de re-hacer sus bases existenciales así como así no son asunto sencillo para nadie. Para colmo, encima de todo esto, somos meros mortales sujetos a una vida psíquica compleja y un soma cargado de oleadas químico-neuronales extremadamente sensibles. En nuestro psiquismo, por poner un ejemplo, la instancia inconciente es inherentemente reacia a auto-controlar sus exigencias -que suelen ser altas, irreales, y buscadoras de experiencias voraces en las que hallar “todo”-. Y así, entre nuestra complexión espiritual judeo-cristiana conducente al sufrimiento y la culpa, nuestras absorbentes cotidianeidades, y nuestra constitución subjetiva que tiende a regodearse en lo que falta y en la ausencia, la frustración en lo real no tarda en llegar. Casi casi termina siendo lo único posible de suceder. En medio de este panorama del que algunos toman conciencia parcialmente, la soledad es un refugio raro y costoso -económica y anímicamente hablando- pero definitivamente termina siendo una instancia protectiva y/o salvífica respecto de los desastres que suelen ocasionar los tsunamis vinculares.


Pero si trata de amor y Eros, también terminamos hundidos en la frustración por obra y gracia de las mitologías metafísicas y venenosamente semi-románticas del relato platónico de las mitades que se buscan, o los cuentos de las abuelas sobre la existencia de las medias naranjas, o las más recientes y chantunas versiones new age sobre las almas gemelas. En todas estas construcciones imaginarias sobre el encuentro erótico con otro, hay una carga apestante de idea de “completud”, de llenado, de figura completa, de perfección idealizada, otra vez de todo. El valor positivo que pueda tener el vacío, la grandeza de una soledad plena en dignidades, o la bella fisura en la figura gestáltica es vista desde la angustia, el horror, el miedo. Andar errante, sin un otro semiconstante al que referir el amor o el erotismo, es aún en nuestros días, categorizado desde lo sub-normalito. Y aunque las cifras de habitantes por hogar igual a “menos de dos” haya crecido enormemente (mierda!!! hasta las estadísticas demográficas se resisten a positivizar de una vez a la soledad y ponen ese “menos de dos” bajo cuya sombra fuerzan a poner a los des-parejados…!!!). Aún en estos tiempos “Debemos” encontrar nuestro Perfect Match, así, todo en mayúsculas.


Luego, el goce también anda dando vueltas en los casos, numerosos, tristes y decadentes desde luego, de aquellos que se podrían llamar "solitarios en pareja". Una hibridez muy frecuente. Son los que están factualmente emparejados, pero rumian en soledad. Son los que se quedan con “lo que hay”, y no porque haya demasiado placer en esa correspondencia amorosa, ni porque el objeto responda a ningún ideal de completud, sino porque la trampa-exigencia de andar acompañado termina siendo el mal menor por el que finalmente optan ante la incapacidad para vivir en la plenitud potente, tal vez sin reconocer que les falta el coraje que requiere un pleno estarse solo. En todas estas situaciones las políticas y estrategias de goce no son más que escapismos con los que tolerar y “tragar” mejor los embustes elegidos. Gozar es para estos híbridos temblorosos -que suelen no admitir ni querer ver frontalmente ni su frustración ni su teatrito de disfuncionalidades en pax de deux- una nueva mentirilla fantaseada a la que acudir para tolerar la gran mentira que es el montaje de sus vidas de pareja. Y esta dimensión del gozar es, sin dudas, la más ligada a la inautenticidad en términos heideggerianos.


¿Pero que ocurre con los que optan por los goces de estar solo/a?

Primeramente digamos que el que no encuentra ese Perfect Match (o el que no se resigna a “optar” dentro del menú de opciones inauténticas que ya conoce) debe pagar con una suerte de sutil exilio del mundo de los “adaptados, maduros y normales” emparejados. El solitario debe pagar con cierto grado de incomodidad, de rareza social, de in-ubicación categorial. De displacer. Digamos que los que no andan de a dos, son vistos desde los nuevos reciclamientos de los discursos del orden y la moral como: a) egoístas, b) hedonistas, c) en “tránsito” d) en “espera”, e) inmaduros crónicos, f) odds. Estos seres sin pareja son los protagonistas del goce a nivel sociológico. Para la neo-moral, estos seres son los que no han encontrado el prometido confort y las beatitudes de la compañía fiel!!!! Desconocedores del “placer” del emparejamiento, los solos/as representan el goce que “deberá” alguna vez hallar la permanencia objetual. Como se puede apreciar, los mandatos del control social sobre los cuerpos consideran siempre los cambios en los hábitos existenciales y en tanto los solos y solas aumenten en número, también aumentarán no sólo los productos del mercado para ese segmento sino los manuales de “autoayuda” para salir de esa adicción a sí mismos!!! Y sí, la moral y sus jueces nunca se toman descanso. Los moralistas jamás dudan en tirar sus misiles contra aquellos que se escapan de las fagocitadotas instituciones sacramentales: la pareja, en este caso. En este sentido, los solos y solas como desafiadores de la institución de “la pareja estable” ponen en escena los alcances gozosos de la multiplicación amorosa, el valor de la experimentación, las virtudes de una combinatoria autoerótica y heteroerotismo, la positivación del egoísmo, la elegancia de perder la compostura sin testigos, el cuidado de la intimidad. Y si cabe preguntar por el quantum diferencial de turbación que hay en la solitariez… en fin… bueno, sí, desde luego que se puede estar menos o mas-turbado en soledad, pero convengamos que tales “turbaciones” tampoco son patrimonio exclusivo de los desparejados. Cuántas palmas de manos de seres "bien casados" podrían contar las turbaciones atendidas!!! Como sea, si sigo la idea aristotélica de la soledad, me inclino definitivamente a apostar por la dimensión de deidad y grandeza que puede contener la buena soledad.

Estarse sola.

Estarse solo.

Estarse, no es ser. Es exactamente eso, estarse solo, no ser solo. Agradezcamos a la lengua española esta preciosa distinción que nos facilitan los dos principales verbos “ser” y ”estar” diferenciados. Y pensemos que idiomas como el inglés nos dejarían cautivos ontológicamente cuando se trata de una situación de habitabilidad, no de Ser. I´m lonely… es más que una estadía en la soledad, es toda una implicancia existencial. Afortunadamente el español permite pensar en la soledad como una habitabilidad posible, una casa con puerta de entrada y salida y entrada y salida y entrada otra vez… no hay nada dicho de una vez y para siempre al sujeto de la soledad en nuestra lengua respecto de su “estancia” en solitario. Puede estar en ella. Puede salir y entrar en ella sin que en ello le vaya su total condición ontológica.

Lord Byron decía: “Sólo salgo para renovar la necesidad de estar solo”. Y sí, hay algo de lógica aristocrática en una soledad bien llevada. Hay altura. Espíritu. Indudable libertad. Nada de esto, sabemos, inmuniza contra la desilusión o las caídas del ánimo. Pero no es menos cierto que quien anda “emparejado” suele estar -muchas más veces de lo que se admite- inundado de desilusiones, dolores anímicos, extorsiones-presiones-manipulaciones hechas en nombre de la posesión del “amor romántico”, o desorientaciones emocionales y afectivas varias. A esta altura, resuelta evidente que el amor erótico es asunto que excede desmesuradamente la limitada idea de pareja única, la coercitiva idea de matrimonio, y por sobre todo, la moralizada y extendida idea de amor exclusivo-excluyente.


Estarse en soledad.

Una conquista perdible y recuperable.

Un pacto de honestidad consigo mismo.

Una posibilidad para elevarse por encima de las mentiras que se vuelven patéticamente disfuncionales.


Estarse en soledad.

Un acto de generosidad con las numerosas caras del autoerotismo.

Un porte existencial.

Un privilegio de espíritus fuertes.


Estarse en soledad.

Una alianza con las verdades más íntimas.

Un silencio que disfruta únicamente de la potencia de nuestra propia voz.

Un espejo del que hay que saber ausentarse, ocasionalmente.



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