miércoles, 2 de abril de 2008

¿Qué es el placer?


El placer, ese infiel...




El que esta despierto y consciente dice:

soy todo cuerpo, no hay nada fuera de el.

Friedrich Nietzsche



Veamos, primeramente, unas brevísimas definiciones apenas introductorias acerca del placer, para luego comprender mejor qué podríamos ir entendiendo por goce. Anticipando desde ya que ambas construcciones, por conceptuales ellas, serán artificialmente vistas como separadas cuando en verdad se trata de un fenómeno perfectamente mixturado en donde también están combinados el deseo y el erotismo. Las hebras del goce reconocen la vecindad de las texturas del placer, como éstas últimas reconocen el constante contacto con las primeras. En todo caso, goce y placer traman la singular y compleja tela de lo deseante a través de los juegos de Eros… y también de Thánatos.

Goce y placer, ambos revelan ser piezas clave para comprender gradualmente el ancho universo de las “Aphrodisia”, tan caras a la Filosofía del Erotismo.

Pero vayamos desanudando esta madeja lenta, eróticamente.



Del placer, esa primitivez sin sentido de lealtad…

El placer, básicamente desde el marco psicoanalítico, ha sido pensado como el alivio de la tensión inherente al constante flujo pulsional de orden sexual que organiza-desorganiza nuestro existir. ¿Qué quiere decir esto? Funcionamos en base a juegos y flujos de energía, energía pulsional. La fuerza de esas pulsiones que organizan elementalmente el aparato psíquico buscan una sola meta: descargarse, y cuando esa descarga energética se produce (o sea, cuando la pulsión sexual ha hallado el objeto adecuado para esa descarga) sentimos satisfacción, placer. El orgasmo femenino o masculino sería uno de los puntos de desemboque pulsional -aunque no el único, desde ya- y con esa descarga alcanzamos placer sexual. Ahora bien, una vez que logramos hallar ese “objeto” a través del que obtenemos descarga-placer, “lo marcamos” psíquicamente. “Marcarlo”, esto quiere decir en pocas palabras, que lo vamos a querer buscar de nuevo, repetir la experiencia de placer que nos dio, pues las huellas anémicas detectarán a ese objeto singularmente como el que nos proveyó de satisfacción, quedando ligado así cierto objeto “x” a cierta representación placentera “x”. Esto, claro está, si es que la experiencia fue satisfactoria (de lo contrario, quedará “pegado” a una representación no muy favorable, esto es, displacentera).


El asunto en este punto, es que no siempre el “objeto” de satisfacción está o estará ahí, al alcance de nuestras bastante caprichosas e impredecibles pulsiones. O no siempre podemos “fijar” los posibles objetos de nuestras experiencias pulsionales a lo placentero. Existe la insatisfacción, existe la necesidad de aplazar el placer, existe el dolor de no poder hallar al objeto adecuado, existe la “realidad” limitando lo que el deseo clama. Incluso amando intensamente, o habiendo obtenido placer de un solo y mismo y recurrente “objeto-sujeto”, la constancia y la permanencia en el mismo no está garantizada. Siempre lo erótico tiene sus recovecos silenciosos en los que se cuecen dudas, inestabilidades, incertezas, líneas de fuga. Esto por no decir que, para complicar más la cosa, la posibilidad de mantenernos constantes en un mismo tipo de objeto de amor (y/o de Eros) está justamente más del lado de lo imposible que de lo posible. Estos serían otros elementos a tener en cuenta en una elucidación posible de los juegos entre placer y deseo:


a) Cancelar de manera completa la estimulación pulsional es imposible, pues la máquina deseante y neurobiológica que somos funciona, justamente, a base de estímulos y no posee punto 0. En realidad sí, pero ocurre que el punto cero es la muerte. O sea, siempre estamos sujetos a varios juegos de estímulos cruzados. Como mucho, en términos sexuales, sólo podemos aspirar a que las pulsiones se satisfagan transitoriamente. O sea, la máquina deseante sólo logra bajar su grado de tensión a través de diversos modos de descarga, pero estas descargas energéticas serán siempre parciales recomenzando el juego de deseo, búsqueda, satisfacción. El deseo, como las alas imaginarias de Cupido, está siempre en movimiento, es inquieto. Y la inquietud es intermitentemente satisfecha obteniendo placer, pero dejando siempre un hiato, un espacio en donde… se relanza la búsqueda otra vez más allá del grado de placer y la satisfacción que hallamos obtenido.


b) Freud conecta el placer con la muerte, con lo thanático. La muerte como una sombra que ronda el principio vital del placer. Incluso enuncia allí que la meta de toda vida es la muerte, y si reproducirnos es el modo evolutivo que nuestra las especies practican para no perecer y perpetuarse en el eslabonamiento de la vida misma, la sexualidad y el placer son entonces los modos engarzados a través de los que apuntalamos psíquicamente esa necesidad biológica reproductivista. Si se trata de un cruce de flujos y ADN, hay allí creación y destrucción, Eros y Thánatos en las dos células que “perecen” para dar lugar a una gónada nueva que devendrá en embrión. El origen de la vida es Eros, y es Thánatos. No hay anverso y reverso sino una disyunción inclusiva. Los placeres están conectados a la plenitud y la vida como a la cesación y a la muerte, tanto es así que los franceses denominan al orgasmo femenino como la “petite morte”. Es que el propio decurso del placer, visto despojadamente en su funcionamiento maquinalmente psicosomático, no es más que una función cuyo objetivo último es aquietar, eliminar la tensión que genera desear, y finalmente bajar las pulsaciones acelerantes a un grado mínimo. Y el mínimo total de funcionamiento de nuestra máquina es el cero, nada, dejar de funcionar, lo cual equivale a una paradoja del aparato, pero una paradoja con la que nos las tenemos que ver cada vez que no entendemos como es posible que gente a la que llamaríamos muy “vitalista” tenga algunas de sus acciones-comportamientos-juegos entramados con las pulsiones de muerte. Pues sí, es que si hablamos de placer, hablamos de satisfacción, y si hablamos de satisfacción deberíamos hablar de un funcionamiento con el máximo de descarga, y eso sería… apagar la máquina misma!!! El objetivo del placer puede así verse, desde esta lectura, como el modo de mantener la excitación del organismo en el nivel más bajo posible. El placer, como descarga de exitación, es lo más cercano al cero que podemos llegar, al menos antes del morir mismo. En otras palabras, descargamos tensiones vía placer para llevar la máquina deseante al nivel de la tranqüilitas. Esta función “aliviante” de lo placentero formaría parte de la tendencia “nirvánica” de todo lo animado: retornar a la serena quietud del universo inorgánico. Pero paradojalmente entonces, el circuito deseo-placer-descarga, nos trataría de empujar al mínimo de estímulo y máximo de inacción, siendo que a apenas un paso más de esto se trata entonces del morir miso. Demasiado cerca placer, representación del placer, y representación de la cesación. Demasiado peligrosamente cerca. De allí la conexión vida, deseo, placer, satisfacción, muerte.


c) El placer está estrechamente vinculado al objeto que lo provee. Y esto es una trampa para cualquiera que guste de la permanencia, la constancia, la estabilidad pues el objeto es cambiable, mutable, intercambiable. No tenemos objeto pre-asignado al placer. Nos “debe” amamantar un pecho, pero no necesariamente el materno: podrá ser el de una nodriza de leche, o la imitación plástica de un biberón. Saltando en el ejemplo, hay quien obtiene placer en la vagina de su esposa, pero lo puede hacer también en la de una amante, en la de una prostituta circunstancial, en la de una oveja -aunque raro suene, resultará placentero para el zoofilo-. La labilidad del objeto pone al placer en términos y condiciones muy plásticas.


d) Por estar ligado a la inconstancia objetal del deseo, el placer es infiel con respecto al objeto. Hoy el placer está durmiendo bajo estas sábanas, mañana sobre aquellas otras, y todo el decurso de nuestra vida sexual puede ser visto como el eslabonamiento de hechos sin demasiado libreto previo -o con el libreto que nos provee el disco rígido de las neurosis parentales que “heredamos”- describiendo entonces una trayectoria probablemente impensada e imprevisible si la vemos en perspectiva. No hay adueñamiento del placer, pues así como el objeto no es uno sino muchos y por lo tanto no hay “Objeto” con mayúsculas, no hay un “quién” pueda declararse el centro de esa orquesta de funciones: ¿el cerebro? ¿nuestra neurosis? ¿el sujeto cartesiano? ¿el inconciente? No hay, no hay Qué ni Quien, al menos con mayúscula. Hay que somos una identidad nómade, y con ella, en consonancia con ella, el placer y sus objetos siempre son capaces de nomadizarse. Más bien, el placer es nomádico por naturaleza tanto como lo es nuestra performativa identidad. El placer no tiene ley, ni objeto asignable de manera estable. Incluso el mismo objeto que hace unos minutos proveía de placer podrá más tarde ser investido por alguna “pasión triste” y desembocar en una representación de odio y desapego negativo. No siempre el objeto logra satisfacer todos los complejos modos de lo pulsional, pues las pulsiones son plurales, y nuestros juegos identitarios también lo son, los del objeto y los de uno mismo.


e) El aparato psíquico, y con él, nuestra salud mental, depende en buena medida de nuestra versatilidad para crear y motivarnos a través de la invención y la novedad, de nuestra capacidad para tramitar emocionalmente cambios, de nuestra adaptación y aceptación gozosa de lo nuevo inesperado a que nos arroja el enigmático porvenir. El deseo es una pieza clave en la salud de nuestro cuerpomente dentro de este modelo vitalista. Pero este mismo modelo de salud basado en el deseo nos enfrenta con ciertas normativas morales referidas al amor, el erotismo, la pareja -y ni hablar- la convivencia o la vida matrimonial. Si el cambio y la oxigenación placentera son claves para una vida psíquica plena, ¿cómo hacer para que mantener el deseo en su jaulita monoamatoria?. Por un lado se exige a los sujetos “madurar” suponiendo que parte de esa madurez viene dada por la permanencia en un lazo amatorio constante. Pero por otro lado el discurso libertario de la salud psíquica nos exige mantenernos abiertos en términos deseantes, disponibles para alejar de nosotros los apasionamientos tan grises como tristes y desmotivantes, y mantenernos serenamente atentos a todo aquello que nos garantice vivir desde una ética del placer. Pues la monogamia amatoria (no sólo la matrimonial o conyugal, sino la que supone que es moralmente inaceptable amar-erotizarse intensa y simultáneamente hacia más de un ser) iría completamente a contramano de un modo de vida vitalista y deseante.



Puestas las cosas de este modo, el placer es un hereje para la moral.

Una astilla molesta en los esquemas razonables de la vida “ordenada”. El placer -los placeres- son algo que, por momentos, parece conducirnos a un territorio existencial más incierto y desprotegido que el que perimetran los “discursos del orden”. Los placeres pueden llegar a llevarnos a lejanías, lejanías sin embargo muy cercanas a las antípodas de todo aquello que se nos dice es, bueno-conveniente-adecuado-racional. Placer y transgresión. Placeres fuera de la ley. Placeres clandestinos. Placeres forzados a ser acallados en las mesas de la buena costumbre familiar. Como decía Bagehot: “El mejor placer en la vida es hacer lo que la gente te dice que no puedes hacer”.

Y no se trata acá de contraponer modelos de vida -o sí…-, pero al menos por el momento es inevitable desnudarlos, ya que de una Filosofía Erótica se trata.



No podemos “no desear”. Y aunque el budismo se haya encargado de proponérnoslo, bien recuerdo aquello que debatíamos con Juancito Heredia allá por el 2003 en el seminario “Filosofía del Vacío” cuando me decía que, el desear “no desear” es también eso mismo un deseo. Como sea, desear es parte de lo maquínico humano. Y con ello, viene adherida la cuestión del placer y la satisfacción. El asunto es que el objeto que nos puede proveer de estos últimos es extremadamente variable, incluso puede variar el placer o el displacer recayendo ambos sobre el mismo objeto-sujeto. Y esta variación nos pone siempre en falta con los esquemas morales. No sólo no podemos sentir la transitoria calma del placer en una sola persona, sino que incluso cuando nos circunscribimos moralmente a un sólo ser amable-erogenizable, podemos amarlo, placernos con él y a través de él, tanto como podemos no amarlo -incluso odiarlo-, decatectizarlo libidibinalmente, o sentir inmenso displacer y hasta disponer protectivamente apartarnos de él. La variación no necesariamente nos lleva a saltar de objeto en objeto, sino que nos puede producir sensaciones y sentires contradictorios acerca de un mismo objeto. No se trata sólo de ambivalencia, sino de multivalencias emocionales.

Si el objeto es lo más variado de nuestro funcionamiento deseante-placentero, y no hay, por ende, un objeto de satisfacción (ni siquiera habría “objeto”, pero esa discusión es más exigente, finita y complicada que este tramo de ideas que pretendo recorrer hoy), entonces el placer es extremadamente inasible si lo queremos pensar como una sola fuente de obtención de satisfacción. Nos satisfacemos plásticamente, en muchas direcciones, a través de hermosas trayectorias que a veces divergen o a veces convergen, pero siempre son numerosas, múltiples, simultáneas, yuxtapuestas. Y así, el placer es inherentemente “no-Uno”. El placer es “Lo Múltiple”. Lo múltiple abierto.

Incluso el placer es una interesante fuente de análisis y observación de Sí mismo puesto que podemos, en cierto sentido, autoproveernos de placeres sin necesidad de acudir al cuerpo del otro. Los modos del placer autoerótico son parte de esta dimensión. De hecho, el propio cuerpo y sus zonas erógenas como círculo proveedor de placer, constituyen las más arcaicas fuentes de placer, siendo completamente legítimo y necesario incluir las prácticas de autoplacer como parte de las modalidades de Eros. Los orificios todos, juegan su rol en lo placentero autoadministrado o lo placentero intercambiado con otro desde antes de nacer (aún recuerdo una ecografía de una de mis hijas en mi útero con su dedito pulgar en la boca). Incluso entran dentro de lo considerado placentero, ciertos “cambio de vías” en los que las zonas erógenas se entrecruzan, se mezclan, se confunden, y con ello, los objetos de placer también. El placer no es uno sino muchos. Es casi, una categoría repelente a las categorías. Y siendo que no es uno sino muchos, también lo son sus objetos proveedores. Lo que nos place se yuxtapone a nivel de la intensidad placentera que nos pueden ofrecer. Imaginemos sino: una hermosa playa en el paraíso de una de las islas de Krabi donde por las noches jamás hay viento sino una tibia brisa marina, allí, con ese aire salado y bajo un cielo asiáticamente estrellado, alguien come un exquisito plato de langostinos y bebe una copa de vino, escucha la fina música constante de un mar calmo y ríe conversando mientras disfruta visual y sensorialmente de la bella compañía de un ser erogenizado. No podríamos, casi, enumerar cuántas vías, objetos y tipos de placeres hay en juego en esta escena imaginaria: los placeres de Eros envuelven la escena multidireccionalmente, aunque en ella habría que distinguir las aphrodisias que abarcan desde el plato de deliciosa comida, el beber, los olores superpuestos, las hormonas que capta el órgano vomeronasal, el placer escópico que entra por los ojos, la temperatura del ambiente, la voz que se está oyendo, las palabras que se escuchan, el tono de la voz, el registro sensorial placentero del mar. Los objetos del placer son tantos como tanto logremos abrir la anchura de nuestras experiencias desde las aphrodisias.



Pero como el placer no es hallable así como así, ni nos espera como si tal cosa a la vuelta de cualquier esquina, debemos aguardar. O mejor aún, saber guardarnos apropiadamente para cuando éste advenga. Y durante esa espera (si es que sorteamos las aguas podridas del dolor, la tristeza, la queja, la enfermedad, siempre tan a mano en estas culturas del resentimiento) poseemos otra inmensa y poderosa fuerza vinculada a la maquinaria del deseo. Se trata de una potencia creativa por la cual aprendemos a tolerar la espera: el goce. Nuestros goces son los modos de tolerar compositivamente la demora del placer. Hacia allí me iré dirigiendo.



Por ahora, me pregunto, me pregunto, me pregunto, me sigo preguntando…

Me pregunto si será que el placer nos libera de las tiranías de lo pautado como norma, y con ello, ¿será que los placeres, en su extenso e inabarcable horizonte siempre singularizado, nos liberan de lo normatizado como universal?

¿El placer es una vía de acceso a la libertad?

¿Existe una dimensión tiránica en lo placentero? Y entonces, será que la dimensión liberadora del deseo y los placeres pueden devenir en una suerte de compulsión consumista a obtener placeres?

El amor y el placer, ¿qué decir acerca de los despotismos cruzados que suelen inscribirse en las relaciones con el “objeto” de placer amado? ¿El objeto de amor, cuando es una intensa y excluyente fuente de placer, nos mete en una lógica de dominio y esclavitud emocional?

Y cómo reflexionar cerca de los placeres oscuros, esos que se hallan sancionados por la Ley, o aquellos que causan automático rechazo o repugnancia al hombre común, o esos que son rápidamente encuadrables en el casillero excecrabílis por contrarios al “Bien”, qué podemos decir del placer de la venganza, el placer de matar, el placer de dominar, el placer del poder, el placer de dañar, ¿podemos pensar en estas oscuridades como placeres, o contravienen tanto la máxima de Chamfort que quedarían por fuera de la in-moral vastedad de “lo placentero”?

¿Entrarían dentro de este discutible zona oscura de lo placentero una fumata de Haschis, un reclinarse en el cojín persa a fumar opio en la shisha, un porrete entre amigos, o clavarse una jeringa en busca de despegar desde la heroína hacia el cielo?

¿Desde qué lugar ubicar a los placeres "metabólicamente bajos": el placer de dormir, una siesta relajante, deleitarse con un masaje suave, un aletargarse bajo el sol, mullirse en el sillón a leer por un rato, o sencillamente un placenterísimo "tirarse a hacer nada"?

¿Deberíamos distinguir por número de seres físicamente "intervinientes" entre placeres solitarios, placeres in duetto, placeres grupales, placeres colectivos? ¿Qué matices de sentido, de forma y de intensidad ofrecería el placer bajo esta clasificación?

¿Existe espacio para el “gobierno de las pasiones” cuando el deseo mismo y la búsqueda de descarga satisfactoriamente placentera se encuentran en el centro mismo de nuestro funcionamiento psíquico y neurobiológico?

¿Qué decir de otros modos de lo placentero, tales como comer, beber, bailar, jugar, hablar, pensar, todas ellas formaciones en las que interviene también Eros?



Me despido por ahorita con “placenteras” palabras pensantes de Epicuro de Samos:



El placer es el bien primero.

Es el comienzo de toda preferencia y de toda aversión.

Es la ausencia del dolor en el cuerpo y la inquietud en el alma.




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