lunes, 3 de marzo de 2008

Pequeñas variaciones, intensas vibraciones




De repente ya no era el mismo


Peter Handke
Mein Jahr in der Niemandsbucht





Llevo poco más de un año viviendo en Bangkok.

Mi tierra sigue lejos.

No he vuelto. Aún.

Nomadizada ando. Ando, sí, ando.



Mis amigos, mis invaluables interlocutores de pensares, mi gente, mis hermanos, la cara de mi madre, la sonrisa de mi padre, mis amores andan allá, andan, sin mí, y yo sin todos ellos acá.


También queda lejos, tan lejos, el “Café del lector”, la calle Honduras, mi querida vista del Río de la Plata desde la costanera norte con sus colores de agua cafeconleche. Andan sin mí y yo sin ellas, las heladerías con gustos de “crema americana”, los supermercados con diez variedades y marcas de dulce de leche, y la carne de nalga lista para hacer una impresionantes milanesas. Ando sin las milongas y sus tangos, sin los cafés para leer un libro de paso o charlar de bueyes perdidos con quien sea. Ando sin ir al “Torcuato Tasso”, sin viajar en taxis negro-amarillos con tacheros casi siempre malhumorados. Andan sin mí y yo sin ellas, las calles de mi ciudad con sus cuatro estaciones desparramadas estéticamente entre sus árboles y sus veredas. Andan, las librerías de Corrientes sin mis manos revolviendo libros viejos que no le importan a casi nadie. Ando sin mi diaria dosis de lengua “argentina”, porque realmente en Buenos Aires hablamos menos español que argentino. Tanto más ando y anda sin mí. En mí.


Pero esto que sigue magnetizado en mi memoria de sentires era, hece un poco más de un año atrás, una mezcla dulce y a veces grisácea de sucederes habituales. Sucederes que, nomadismo geográfico mediante, acá viraron en nuevos pero también “sucederes”.


En eso diario, pequeño, semirutinizado, semicontinuo, minúsculamente insignificante y poblado de actos sencillamente intrascendentes que llamamos “lo cotidiano” se forja nuestra microfísica de la normalidad… y de la a-normalidad también.


Odiamos el despertador por la mañana, cepillamos nuestros dientes, nos damos una ducha, elegimos los calzones-ropa-remera-corbata-abrigo-oloqueseanoscubra, calzamos los zapatos, espiamos el diario, nos lanzamos a las calles junto a otra horda diaria de humanos “rumbo a…”, detestamos a alguien, criticamos algo, obedecemos algo idiotamente, bostezamos luego del almuerzo, comemos algo sano, embuchamos alguna basura indebidamente alta en grasas-calorías, ignoramos algún consejo, no atendemos alguna llamada, compramos frutas y panes, alquilamos una película con la esperanza de poder verla en paz, y así, una multitud de actos se imitan a sí mismos cada día. A eso llamamos “está todo normal”. ¿Qué posee el poder de quebrar la microfísica de la normalidad? Bueno, lo que rompe lo normal puede ser desde una descomunal lluvia torrencial, a una tragedia familiar, o un violento atentado disolviendo algo conocido en llama y polvo, también la presencia de lo súbito e imprevisto bajo la forma de un asalto o un secuestro, y sin duda el anuncio de una enfermedad, o una muerte. Rostros oscuros de lo drástico. Pero existe también el poder de quebrar la normalidad desde esa cosa repentina, informe y múltiple que me gusta llamar, “el amor-intensidad”, de donde se desprende una cara más compositiva de lo insospechado. Este poder desestabilizante de lo normal-cotidiano a través del “amor-intensidad” es más asombrosamente conmocionante y positivizable para nuestro vitalismo.


Mi microfísica de la normalidad tailandesa es apenas variable de la que llevaba en Buenos Aires, aunque con algunas modificaciones. Esas “pequeñas variaciones” son algo que escapaban a mi imaginería de hace un año atrás mientras vivía en Buenos Aires. Aquí mis variaciones pueden consistir en: visitar por primera vez en mi vida un templo de religión india Sikh con la cabeza cubierta con un manto, experimentar los vértigos de los viajes en tuk-tuk, entrar a todos lados y casas con los pies descalzos, saludar con la mirada al elefante de siempre que anda por la Avenida Sukhumvit, hablar de las técnicas raritas de pintura de un artista plástico coreano de vanguardia con mi amistosa vecina Okion, presenciar un show en el que una mujer en una posición inconcebible coloca palitos chinos en sus zonas pudendas y toma con ellos aros de plástico hasta embocarlos en un cono, ver la cucaracha más enorme del mundo casi como si fuera una mochila sobre la espalda de un amigo una noche de lluvia, saludar a los tres cajeros travestis del supermercado japones al que voy todos los santos días, naturalizar que los monjes andan siempre por ahí, en las calles en horas tempranas vestiditos de anaranjado y en cantidades y grupos variables, dejarme llevar a caminar por callecitas llenas de reggae y extrañeces en la zona hipposa de Kao-San-Road un jueves por la noche. Estas y otras constituyen parte de esas “pequeñas variaciones”. Todo esto puede sonar a exotismo, pero es parte de mis variaciones a la vida diaria, he incorporado la miso soup a mi dieta alimentaria tanto como incorporé a la percepción del ojo a las tailandesas en pollerita corta ofreciendo su sexo a la salida de mi restaurante italiano familiar favorito de la Soi 31. Estas típicas estampas regionales son hoy mi cotidiano disponible.



Pero entonces, me preguntó, ¿qué es cambiar?

¿Acaso son las “pequeñas variaciones” las que nos hacen sentir un cambio en nuestra microfísica de la normalidad sin necesidad de que acontezca una modificación radical?

Lo normal, lo cotidianizado juega su juego mudo en el “concreto” de la seguridad.

Mientras, la ruptura brusca y negativa de lo normal nos hace anhelar el retorno-reconquista de nuestras viditas rutinizadas, tal vez porque en la brusquedad hay más de estupor y miedo que de placer y fluencia.


Pero entre la microfísica de la normalidad y la brusca ruptura negativizada de ésta, hay un espacio para habitar: el de las pequeñas variaciones.


Pequeñas y nomádicas variaciones.


Pequeñas porque son inapreciables para el ojo grosero del observador desentrenado en finezas del vivir. Y con “finezas” del vivir no me refiero a “la buena vida” como mal podría interpretarse. Mi abuelo, sencillo hombre de campo, de a caballo y con facón siempre afilado en la cintura, era un ser capaz de apreciar la fineza de la vida. Era cultor del silencio, pero también de las palabras cuidadamente dichas, era señor de sí e intermitente juguete saboreado por la boca del riesgo, era capaz de la embriaguez como de la austeridad, era dueño de sus dedos en la guitarra y de su voz en el cantar celebrando la vida en la vibración colectiva de la diversión, pero era un ser solitario y aislado que gozaba de la tranquila dicha de vivir entre sus perros, su tierra y sus calabazas. Ese hombre inclasificable, nómade, tenía sentido agudo de la fineza de la vida.


Pequeñas y nomádicas variaciones.

Pequeñas, pero nunca demasiado ajenas a lo intenso.


Pequeñas porque no aspiran a ninguna trascendencia, ni a ser titular del diario ni a aparecer en la TV. Pequeñas porque me conciernen a mí y sólo a mí en la grandiosa pequeñez de mi vivir. Pequeñas porque forma buena parte de lo “íntimo incomunicable”: son de cada uno y en cada uno hacen nido o levantan vuelo, pero tiene la marca de lo extremadamente singular. Cada quien establece el sentido que dar a sus “pequeñas variaciones”. Sólo cada quien. No hay juez, ni regla ni orden del que desprender en sentido que se puede dar a las pequeñas variaciones.


Y son nomádicas.

Porque descentran la identidad. Flexibilizan el vivir. Tal vez lo complejizan, pero buenamente, asombrosamente, infantilmente.


Las pequeñas variaciones nos mantienen inmaduros, condición sin la cual, maduraríamos (palabra que detesto pues remite a un concepto de responsabilidad moralizada contigua a la adaptación social) y caeríamos de la rama del árbol para ipso facto ser comidos por la voracidad de la máquinaria consumidora de adaptados-maduros-ubicados-correctos- responsables.

Pequeñas nomádicas variaciones.


Son nomádicas porque abren rutas alternativas a la repetición, y con ello, nos apartan de la neurosis de mordernos la cola con nuestras eternizadas quejas. Nomadizan el asombro, el gusto, el placer, la crítica, la estética, el deseo.


Por mi parte, he comenzado a degustar y pensar reflexivamente y en en clima lento y parsimonioso de qué se tratan algunas de mis “pequeñas variaciones”. Algunas, porque las variaciones también se seleccionan (no creo que insista en ver por segunda vez las habilidades vaginales de las tailandesas en el red-light district de Patpong, para ejemplificar esto de la selectividad en las pequeñas variaciones). Y sí he repetido andar en elefante, o me volvería a colgar una serpiente del cuello, por un ratito eso sí, porque pesan mucho, y mis cervicales ya no están para andar con boas por ahí colgadas como si nada.





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